Mi primer viaje fuera.
10 / Kpehexok (Espiritual) / 677 – 10 días, 11 mes, 5 años
Muy buenos días, tardes o noches, queridos coaventureros. Hoy les escribiré sobre una ocasión especial… o al menos eso dice mi familia. Ocurrió poco después de que cumpliera cinco años, mi queridísima hermana Iri se iba a casar. Y no con cualquiera, no… con nada más y nada menos que el tercer hijo del rey de los jitammuua hueky, el mejor amigo del bisabuelo. Sí, esos mismos enanos de barba orgullosa, vozarrón imponente y manos como yunques que parecen poder aplastar nueces… o cráneos, si se les da la gana.
Ahora, antes de que me feliciten por el enlace real, déjenme recordarles algo importante. Yo adoro a mi hermana. La adoro tanto que, cuando me dijeron que se casaría, lo primero que pensé fue: “¿Y quién es el infeliz que se atreve a quitármela?”
Claro que todos en casa estaban encantados con el muchacho. Decían que era apuesto, valiente, “un hijo ejemplar”. Pero a mí… a mí no terminaba de convencerme en ese momento.
Sin embargo, me estoy adelantando a la historia.
La boda duraría una semana entera, ya que había diversos rituales que debían realizarse para que la unión se diera oficialmente. Por eso, una semana antes del cumpleaños de Iri, porque sí, como escucharon, se iba a casar apenas cumpliera la mayoría de edad, mi padre nos llevó a todos al castillo para comenzar con las ceremonias de preparación.
Fue algo extraño para mí, ya que nunca antes me habían permitido salir de la mansión. Mi padre aprovechó que no pude asistir a la fiesta de Año Nuevo, debido a la paliza que me propinó y al encierro que vino después, para contarle a todos que era un hijo muy enfermizo y que, por mi “salud”, no podía pasar mucho tiempo fuera. Sin embargo, para cumplir con los rituales de la boda, era obligatorio que todos los miembros de la familia estuvieran presentes, así que en esta ocasión no tuvo más remedio que llevarme.
En la mañana de ese día, Iri nos reunió a todos los hermanos menores frente a una puerta lateral que, hasta ese día, yo juraba que no existía. Era de metal oscuro, cubierta con grabados en espiral que parecían absorber la luz. Con un toque de uno de los mayordomos, el sello mágico se iluminó y la puerta se abrió con un siseo suave, revelando unas escaleras de piedra que descendían en espiral hacia las entrañas de la mansión.
—Vamos, peque —dijo Iri, sonriéndome mientras me tomaba de la mano—. No te quedes atrás o te perderás lo mejor.
Descendimos durante varios minutos, y el aire comenzó a volverse más cálido, pero no incómodo, gracias a la misma red de artefactos tecno-mágicos que mi padre había creado. Finalmente, llegamos a un amplio andén iluminado por lámparas de cristal y enormes tubos de cobre que recorrían el techo.
Allí nos esperaba un tren de cuatro vagones, imponente y ruidoso. El armazón estaba construido con gruesas planchas de metal cobrizo remachadas, y a lo largo de sus costados corrían tuberías y engranajes que giraban con un ritmo constante, impulsados por calderas que exhalaban vapor a través de conductos verticales. El vapor del agua se elevaba en columnas y se disipaba con rapidez gracias a unas hélices giratorias incrustadas en el techo, movidas por un zumbido grave que hacía vibrar el suelo bajo nuestros pies.
Entre las placas metálicas, había incrustaciones de latón pulido grabadas con runas que emitían un tenue resplandor, cambiando de color con cada pulsación, como si el propio tren respirara magia. Los faroles delanteros, grandes como escudos, lanzaban haces de luz cálida que cortaban la penumbra del andén, iluminando los rieles reforzados con vigas y anclajes que parecían poder soportar terremotos.
Las ruedas, medio ocultas bajo faldones blindados, no se limitaban únicamente a girar. Estaban unidas a un complejo entramado de bielas y pistones que se movían con la precisión de un reloj gigante. Cada golpe metálico, cada chasquido de válvula liberando presión, marcaba un compás mecánico que me hacía pensar que este tren no solo estaba hecho para transportar personas, sino que también podía sobrevivir a cualquier cosa que intentara detenerlo.
—El primer vagón es para padre —nos explicó Iri, señalando con su mano—. El segundo para madre, el tercero para nuestros hermanos mayores que ya cumplieron la mayoría de edad, y a nosotros nos toca el último.
Al subir, descubrí que nuestro vagón era acogedor, aunque no tan ostentoso como imaginaba. Los asientos estaban tapizados en cuero marrón con remaches dorados, las paredes forradas en madera oscura, y en el techo corría una fila de lámparas de cristal que parpadeaban suavemente con luz mágica. Una como caldera mágica, con nefakapes en lugar de carbón, mantenía la temperatura agradable, y entre cada fila de asientos había ventanillas amplias con marcos de latón, perfectas para ver el paisaje.
El viaje comenzó atravesando un túnel perfectamente cuidado. Paredes lisas, reforzadas con placas de piedra volcánica y tuberías que llevaban agua fría y aire filtrado a los compartimentos. Pero tras unos minutos, el tren emergió al exterior y el cambio fue brutal.
De un lado, se extendían llanuras negras y agrietadas, surcadas por ríos de lava que teñían el horizonte con un resplandor rojizo. Rocas incandescentes saltaban de vez en cuando desde cráteres lejanos, mientras criaturas desconocidas se movían como sombras entre las fumarolas.
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Editado: 19.08.2025