“El mundo está lleno de cosas que los hombres se niegan a imaginar. Viven tranquilos, cegados por la comodidad de su ignorancia. Creen estar solos, dueños de su destino. Pero se equivocan.
En las sombras, algo acecha. Criaturas malditas, nacidas de la sangre y la carne. Están hambrientas, sin corazón, sin piedad. Hombres lobo. Wendigos. Y sobre todo... los vampiros.
Se deslizan en la noche como un veneno en el aire. Su aliento es fétido, su olor acre, un perfume de muerte. Sus mandíbulas desgarran. Sus garras laceran. Su belleza es una trampa. Su inteligencia, un arma.
Los vampiros no matan para sobrevivir. Cazan. Dominan. Beben sangre hasta la última gota. Y cuando te perdonan la vida, es solo para convertirte en un condenado. Una bestia sedienta. Una sombra entre las sombras. Un ser maldito que teme al día y mata por la noche.”
Aquella mañana, Alfred abrió los ojos… y la voz de su abuela aún resonaba en su mente. Esa historia. Esa maldición susurrada en las noches de su infancia. Nunca la creyó. Para él, no eran más que cuentos, cosas inventadas para asustar a los niños. Historias de ancianos, útiles solo para apagar la imaginación.
Pero hoy, ese recuerdo se negaba a desaparecer.
—Otra vez con esas historias… —suspiró, incorporándose lentamente.
La habitación estaba en silencio. Demasiado silencio. En esa paz artificial, la vio de nuevo: la sonrisa de su abuela, sus manos arrugadas, y esa voz suave, tejida de leyendas y terrores antiguos. Ella ya no estaba desde hacía años. Y aun así, había dejado algo tras de sí: una vieja pulsera roja trenzada. Simple. Modesta. Pero Alfred aún la llevaba cada día, como un talismán.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Un malestar, una presión invisible. No entendía qué era. Pero lo sentía. Algo, en algún lugar, gritaba en silencio. Su cuerpo estaba pesado. Su aliento, corto. Sus miembros ardían. Cada fibra de su ser le rogaba quedarse en casa. No salir. No hoy.
Pero Alfred no escuchó. Le dolía todo. Estaba cansado. Y sin embargo, se levantó. Se vistió. Y salió rumbo al trabajo.
Sin saber que ese día sería el último.
Su trabajo era importante. Pero su jefe, no valía nada. Un hombre seco, áspero, autoritario. Para él, solo importaban los números. No los cuerpos agotados. No los nervios al límite. No la vida de los demás.
Exprimía a sus empleados como limones, vaciándolos poco a poco, hasta que no quedaban más que sombras. Y aun así, Alfred resistía. Sin quejarse. Sin decir una palabra.
¿Por qué? Ima.
Su aliento. Su faro. Una mujer brillante, dulce, fuerte. Solo pensar en ella bastaba para alejar el dolor. Era su luz en esa rutina gris, el impulso que lo obligaba a levantarse cada mañana.
Inspiró profundamente. Un suspiro largo, cargado de cansancio… y de esperanza.
—Bueno… me voy.
Y se fue.
Las paredes lo vieron pasar por última vez. No se movieron. Pero lloraban. Un escalofrío, un gemido sordo en la madera. Como si supieran que él no volvería. Nunca más su risa. Nunca más sus pasos cansados por el pasillo. Nunca más el calor de Alfred.
Y mientras se alejaba, la casa se encogió. Como si contuviera la respiración… por última vez.
El día se estiró. Las horas pasaron. Y Alfred, fiel a sí mismo, trabajaba. Otra vez. Siempre. Incluso el mal que lo consumía no podía nada contra su voluntad.
—Trabajas demasiado, Al…
La voz era suave, casi un susurro. Él levantó la vista.
Ima.
Estaba allí, hermosa como una mañana de verano, pero sus ojos… sus ojos estaban inquietos. Él sonrió. Una sonrisa leve, casi forzada.
—No te preocupes. Estoy bien. Además… el jefe jamás me dejaría tomar un descanso, y menos ahora.
—Ese tirano… va a matarte a trabajo, en serio.
—Tal vez. Pero supongo que solo hace su trabajo.
—Eres demasiado bueno, Al…
Ella negó con la cabeza, entre frustrada y conmovida. Luego tomó su chaqueta.
—Bueno, yo ya terminé. ¿Vienes?
Un silencio.
Luego Alfred desvió lentamente la mirada hacia sus documentos.
—Aún no. Me quedaré un poco más. Quiero terminar lo que empecé.
—Claro… así eres tú.
Dudó un segundo, luego le sonrió por última vez.
—No llegues muy tarde, ¿sí?
—Hasta mañana, Ima… —susurró Alfred.
Un mañana que nunca llegaría.
Ella se fue. Y Alfred, sin saberlo, acababa de vivir su último adiós.
El silencio cayó sobre el laboratorio. Un silencio denso. Anormal. Solo quedaba su cuerpo, solitario, en medio de un mundo mecánico, rodeado de máquinas dormidas, de paredes sin ojos. Todos se habían ido. Todos… menos él.
Guardó algunos archivos, anotó dos o tres resultados… y se detuvo.
Su aliento.
Ya no podía respirar. Algo lo aplastaba. Una fuerza muda, invisible, pero implacable. El pecho se le cerró. Las piernas le temblaron. Un dolor agudo le atravesó el costado, y luego todo el cuerpo. Vaciló. Trató de agarrarse al escritorio. Nada. Su cuerpo ya no respondía.
Buscó agua… medicinas… algo… cualquier cosa… pero no había nada. Solo el silencio. Y el dolor. Y el final.
Cayó. Su cabeza golpeó violentamente la pared detrás de él. Un crujido sordo. Y luego, nada.
La sangre se esparció en el suelo. Roja. Fría. Final.
El edificio no reaccionó. Pero si hubiera tenido alma, habría llorado. Habría gritado, suplicado al cielo que le devolviera a su residente. Pero no podía hacer nada. Solo mirar cómo Alfred se apagaba.
La vida lo abandonaba. La muerte lo tomaba. Y en ese último suspiro, el mundo de Alfred se detuvo.
Nota al lector
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