Libro 1: Renacimiento

Capítulo 1: Y ya no había forma de volver atrás.

***

El aire era extraño. Más frío. Más denso. Espeso. Algo no estaba bien. Un olor desconocido flotaba a su alrededor, acre, antiguo, casi metálico. Nada se parecía a su habitación, ni a su escritorio. Nada. Todo había cambiado.

Quiso moverse. Sus miembros no respondieron. Un escalofrío helado le subió por la espalda.

¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? ¿Por qué… me siento tan… raro?

Su mente nadaba en una niebla espesa, borrosa, como si hasta sus pensamientos chocaran contra un muro invisible. Entonces un recuerdo emergió, fragmentado, roto: el laboratorio. El dolor. La oscuridad.

Un sobresalto.

Lo recordaba. El cuerpo fallando. El pecho ardiendo. La cabeza golpeando algo duro… Y luego… nada.

La muerte.

Estaba muerto.

Entonces ¿por qué…?

Intentó abrir los ojos. Lento. Pesado. Lo que vio lo dejó inmóvil.

Muros inmensos, antiguos, de piedra oscura y pulida. Un techo demasiado alto. Cortinajes gruesos. Una luz suave… sin una fuente visible.

Un escalofrío de angustia le recorrió las venas. No era un hospital. Ni una casa ajena. No estaba en su hogar.

Quiso hablar. Nada. Quiso gritar. Nada.

Y entonces, un grito. Un grito que brotó sin que él lo ordenara. Un alarido agudo, animal, perturbador — el llanto de un recién nacido.

Sus ojos se abrieron de par en par. Imposible.

Trató de moverse, de incorporarse, de frotarse las sienes — nada. Sus brazos… cortos. Su cuerpo… diminuto. Sus dedos… torpes.

Bajó la mirada. Su corazón se detuvo por un segundo.

Un cuerpo de bebé.

—¿¡Qué carajo es esto?! —quiso gritar.

Pero sólo salieron más chillidos infantiles de su garganta.

Una pesadilla. Tenía que ser una pesadilla. Un sueño febril. Una alucinación. No podía ser real.

Y sin embargo, el dolor que sentía, esa angustia brutal, ese pánico sin nombre —eso sí era real. Demasiado real.

Su mente gritaba. Pero su cuerpo apenas agitaba los brazos y lanzaba llantos incomprensibles.

Un miedo antiguo se le anidó en el vientre. El miedo a lo desconocido. El miedo de no tener ya ningún control.

"¿Dónde estoy? ¿En qué me he convertido?"

Quería creer que era un sueño. Necesitaba creerlo. Porque la alternativa… era demasiado aterradora.

"Por favor… que alguien me despierte."

Fue una plegaria silenciosa, lanzada al vacío. Un ruego desesperado.

Pero nada. Ninguna respuesta. Ninguna señal de despertar. Sólo esa sensación: extrañamente real.

Y poco a poco, insidiosamente, la duda se coló en su mente. La confusión dio paso a una angustia creciente, un sudor frío pegado al alma. Cada segundo atrapado en ese cuerpo empujaba más hondo la aguja de la verdad.

Esto no es un sueño.

Gritó. Lloró. De rabia, de terror, de impotencia. Gritos desgarradores que resonaron por los pasillos del caserón como un llamado de auxilio de un alma desterrada.

Y de pronto… un rostro apareció sobre él. Un destello de luz en la penumbra. Una mujer —hermosa— con una cabellera dorada y ojos de un azul claro, casi irreal. Se inclinó lentamente sobre la cuna y sonrió. Una sonrisa de ternura. Una sonrisa capaz de calmar tormentas.

El bebé se quedó inmóvil. Hipnotizado. Sus llantos se apagaron como por arte de magia. No podía apartar los ojos de aquel rostro. Ella lo tomó en brazos, lo alzó con una delicadeza casi sagrada. Y ese calor, ese contacto… fue como un bálsamo corriéndole por las venas.

—«Aidan, mi tesoro… ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras así?»

Su voz… una melodía. Una antigua canción de cuna. No entendía las palabras, pero su alma captaba la intención.

Aidan…

Frunció el ceño en lo profundo de sí.

¿Quién es esta mujer?

Pero no podía dejar de mirarla.

—«Lo sé, lo sé… Soy hermosa. Pero no es motivo para quedarte viendo así a tu mamá, mi amor.»

Rió suavemente.

Y entonces… todo se detuvo.

Mamá.

La palabra explotó en su cabeza como un toque fúnebre. Un estremecimiento. Una emoción que jamás había sentido en carne propia.

Una madre.

Nunca conoció a las suyas. Ni padre. Sólo una abuela dulce y cansada que lo amó con todo su corazón. Pero esto… lo que sentía ahora, lo que ella emanaba… era otra cosa. Más profundo. Más antiguo.

Esto era amor materno.

Y lo sacudió por dentro.

Su nombre era Léoda Sano. Y no era una mujer cualquiera. Era sublime. Radiante. Imponente. Un equilibrio entre la gracia y la fuerza. Miraba a su hijo con un amor inmenso, visceral. Su mirada atravesaba el alma.

Apoyó una mano suave sobre la frente del recién nacido.

Y se quedó rígida.

Algo bloqueaba. Intentó una lectura mental. Nada. Insistió. Una vez más. Nada.

Un muro. Un cerrojo. Una mente sellada.

Léoda entrecerró los ojos, desconcertada.

—«¿Qué… es esto?» murmuró.

Era imposible. Ningún recién nacido podía cerrar así su mente. Y sin embargo… este bebé, su hijo, tenía el espíritu blindado. Intocable.

Retrocedió un poco, el ceño fruncido, la garganta apretada por una intuición que no se atrevía a nombrar. Algo —o alguien— protegía a ese niño.

—«Bueno… esto sí que no me lo esperaba…» susurró.

Lo estrechó contra su pecho, con más fuerza.

El tiempo fluía lento, como si cada segundo cargara con el peso de un siglo. Y un sentimiento extraño, pesado, profundo, se coló en la conciencia de Aidan.

La nostalgia.

No entendía de dónde venía, pero lo carcomía por dentro. Una punzada muda. Un vacío que crecía.
¿Era el miedo a quedar atrapado para siempre en ese cuerpo de niño? ¿El terror de no volver jamás al mundo que había conocido?
¿O era… otra cosa?

Ima.

Su nombre cruzó su mente como un escalofrío. Ima, esa mujer luminosa, divertida, viva, más fuerte de lo que ella misma creía. Su piel morena clara, sus ojos oscuros llenos de chispa, su pelo enredado, indomable como ella… Un huracán suave que había trastocado su vida.
Y ahora, estaba lejos. Inalcanzable.




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