Todo había comenzado con un zumbido. Un murmullo venido de otra parte. Una voz sepulcral que se colaba en la mente de Aidan. Crecía, taladraba, desgarraba sus pensamientos. El sonido, áspero y helado, formaba una armonía odiosa, nauseabunda.
¿De quién era? ¿De dónde venía.
No había presencia alguna alrededor de la mansión. Nada. Nada más que el silencio... y el mayordomo.
¿Sería Assdan? ¿Un nuevo ejercicio? ¿Una lección? ¿Por qué?
Frunciendo el ceño, Aidan cruzó el pasillo. Sus pasos resonaban, pesados, densos. Encontró a Assdan en la sala principal, ocupado preparando una infusión.
—¿Podrías dejar de hacer eso, Assdan? —preguntó Aidan, molesto.
El mayordomo dio un respingo.
—¿Dejar de hacer qué, joven amo?
—No te hagas el inocente. Sé que eres tú.
—No entiendo.
La mirada de Aidan se endureció.
—Esa voz. Ese ruido... en mi cabeza. Deténlo.
Pero Assdan no se inmutó, el rostro tensado por una inquietud genuina.
—Le juro, joven amo: no soy yo. Solo he oído nuestras voces aquí. ¿Está seguro de que se siente bien?
Un frío mordaz se instaló en el aire. La duda se enroscó en la mente del príncipe vampiro. Assdan decía la verdad. No era él.
Entonces... ¿qué?
Una oleada de ira sorda palpitó en su pecho.
—Debo de estar agotado... —murmuró Aidan—. Tal vez sea eso. Se me pasará con algo de descanso.
Se dio la vuelta, dejando al mayordomo tras de sí. Assdan, preocupado, volvió a sus preparativos, lanzando miradas de reojo, con el instinto en alerta.
***
En la biblioteca, Aidan caminaba de un lado a otro. Su santuario. Su refugio. Habitualmente.
Las paredes imponentes, cubiertas de libros antiguos, parecían hoy cerrarse a su alrededor. El techo alto y sombrío pesaba como un cielo de tormenta a punto de caer.
La voz... siempre la voz.
Aidan... Aidan... Aidan…
El susurro reptaba, insidioso. Un veneno deslizándose por sus venas, por su carne, por su alma. Cerró los puños. El asco lo invadía. La rabia hervía.
Ni un instante de tregua. Ni un soplo de paz.
—Basta... —gruñó, su voz perdiéndose entre los estantes mudos.
Pero sabía, en el fondo, que esto no era más que el comienzo.
—¡Pero maldita sea! ¿Qué es esa voz? ¿De dónde demonios viene? —bramó, furioso.
El silencio cayó de nuevo, por un breve instante. Luego… Una oleada de energía. Repentina. Brutal. Colosal. Amenazante.
Aidan se quedó inmóvil.
El aura se desbordaba en el aire, densa, ácida, saturada de una hostilidad salvaje. La misma que le corrompía la mente desde hacía horas.
Y la voz volvió a susurrar, punzante.
Aidan... Aidan…
Todavía no sabía quién lo llamaba, pero ahora sabía dónde encontrarlo.
Sin dudar, sin avisar a Assdan, partió. Solo.
***
La mansión de los Sano se alzaba al borde de Thenbel, en la frontera de un bosque tenebroso, tragado por la humedad y el hedor de los muertos. Aquella tierra había conocido la guerra. Vampiros, wendigos, hombres lobo, brujas, incluso humanos... todos habían derramado su sangre en ese suelo. Y el olor de su agonía seguía allí.
Pero Aidan no dudó.
Su curiosidad dominaba su miedo. Su rabia lo guiaba.
Atravesó el bosque con paso firme, los sentidos en alerta. A su alrededor, los árboles parecían llorar con un susurro lúgubre. Las ramas se retorcían en el viento como manos suplicantes.
Por fin, emergió en una colina. Un soplo de luz. Un paisaje infinito se abría ante él: bosques densos, colinas doradas, ríos relucientes. Un joyero de belleza.
Aidan inspiró hondo. El aire aquí era suave. Reconfortante.
Pero la ilusión no duró.
Un aura oscura le golpeó el pecho. La voz, en su cabeza, se convirtió en un rugido sordo. Ya no estaba lejos.
Aidan avanzó con cautela, los ojos escudriñando cada sombra.
Entonces... el suelo tembló.
Un gruñido áspero cortó el aire, monstruoso, infernal. Los árboles se encorvaron de terror. Las rocas gimieron bajo la presión. Incluso el cielo, antes claro, se oscureció de golpe. El aire se volvió asfixiante. Irreal. Cada inspiración le quemaba los pulmones.
Aidan sintió su instinto gritar. Estaba ante algo mucho más poderoso que él.
No tuvo tiempo de pensar.
Como un rayo, se lanzó al suelo. Una bola de fuego le rozó la espalda, silbando a escasos centímetros de su cabeza. El calor le mordió la piel. Rodó hacia un lado y se levantó de un salto. Otra explosión pulverizó el lugar donde se encontraba apenas un segundo antes.
Sus ojos se abrieron de par en par.
Algo quería verlo muerto.
—¡Por todos los demonios! —jadeó.
Frente a él... una criatura se alzaba.
Inmensa. Majestuosa. Letal.
Un reptil gigantesco de alas desplegadas, patas macizas, garras tan largas como sables. Su cuerpo estaba cubierto de escamas blancas, gruesas, que brillaban con un resplandor espectral. Su cola de serpiente barría el aire con lentitud. Sus colmillos relucían bajo la luz mortecina.
Un dragón.
Un dragón vivo.
Aidan quedó inmóvil, sin aliento. ¡Se suponía que esas criaturas habían desaparecido hacía siglos! Y sin embargo, una de ellas flotaba sobre él, sus ojos dorados ardiendo de odio.
No tuvo tiempo de pensar.
Una lanza de fuego brotó de las fauces del dragón, silbando directo hacia él. Una lanza tan ardiente que podría pulverizar la piedra... y reducir a un vampiro a cenizas.
Los vampiros de sangre pura no temían ni la luz ni el calor común. Pero ese fuego... ese fuego no era común.
Era fuego de dragón. El final.
Aidan saltó, sus sentidos aullando de alarma. Corría con todas sus fuerzas, cortando el aire, esquivando las ráfagas incandescentes que desgarraban la colina. Detrás de él, el suelo estallaba. Los árboles ardían, chillando en un crepitar agónico. Los animales huían, enloquecidos de terror.
Un río de lava roja se derramaba, devorándolo todo.