El bosque no era más que un cementerio de cenizas. Troncos calcinados yacían, mutilados, sobre una tierra resquebrajada por el calor. La bruma de humo aún danzaba, ligera, como los últimos suspiros de un mundo asfixiado.
Assdan avanzaba despacio, cada paso aplastando la ceniza blanda bajo sus botas. Un aire ardiente, denso, cargado de ceniza y muerte, le laceraba las fosas nasales. El silencio era absoluto — siniestro.
Y allí, en el centro del desastre, de pie, solo como un vestigio viviente de ese cataclismo, estaba Aidan. Inmóvil. La mirada perdida en los cielos oscurecidos, no se movía, ni siquiera para recibir a su mayordomo. De él emanaba una onda sorda: dolor, rabia, nostalgia... y una determinación implacable.
Assdan sintió un nudo en el estómago. Algo en Aidan había cambiado — de forma radical. Quiso hablar, pero nada cruzó sus labios. Así que se quedó allí, testigo silencioso de aquella transformación, esperando.
Y de pronto, Aidan rompió el silencio.
—Assdan... he tomado una decisión.
Su voz era grave, más dura que nunca. Un escalofrío recorrió la espalda del mayordomo.
—Voy a destruir este mundo.
Sin titubeos. Sin una sombra de duda. Solo la promesa fría de un futuro roto.
El impacto dejó a Assdan paralizado. Su mente se negaba a aceptar lo que acababa de oír. Había visto crecer a Aidan. Lo había visto sonreír. Lo había visto dudar, vacilar. Pero jamás… jamás lo había visto llevar esa oscuridad en los ojos.
Reunió su valor y por fin se atrevió a susurrar:
—¿Qué ha pasado, maestro? ¿Por qué... desear algo así?
Su tono era medido, pero detrás vibraba un terror sordo. El viento levantó el polvo a sus pies. El mundo parecía contener la respiración.
Aidan por fin volvió los ojos hacia él — unos ojos fríos, cargados de una tristeza insondable y un odio helado. Ya no era el niño que él había conocido. Algo irreversible acababa de nacer.
Un silencio denso cayó. Aidan inspiró hondo. Exhaló lento. Dejando que el aliento del bosque herido llevara su juramento.
Luego, al fin, fijó su mirada en Assdan. Sus ojos eran dos abismos de certeza.
—Este mundo... injusto, cruel, devastado por guerras fútiles... debe desaparecer. Lo destruiré. Para que algún día pueda nacer un mundo nuevo, donde todas las razas aprendan a tolerarse.
Su voz no tembló. Ni una sola vacilación. Cada palabra golpeaba como un martillo sobre el yunque del destino.
Assdan permaneció en silencio, inmóvil, incapaz de responder de inmediato. Sentía, más que nunca, que su amo acababa de entrar en un camino sin retorno. Un camino donde ya no cabía la inocencia, ni siquiera los términos medios. Un camino pavimentado con sangre, ruinas y sacrificios.
Cerró brevemente los ojos, organizando sus pensamientos, y declaró con voz plana:
—Ahora lo entiendo mejor. Es una ambición noble... pero también una de las más difíciles, si no imposibles.
Su tono era tranquilo, neutro. Sin juicio. Solo una constatación fría. Porque lo sabía.
Liamdaard no era un mundo donde floreciera la paz. Era una tierra regada con odio desde hacía siglos. Aquí, la guerra era una lengua materna, transmitida por la sangre.
Aidan esbozó una sonrisa — una sonrisa sin alegría.
—Difícil, sí. ¿Imposible? Solo el fracaso puede decidirlo.
Su voz, firme como el acero, rompió el silencio.
Assdan bajó levemente la cabeza. Un respeto profundo brillaba en su mirada.
—Tiene razón, joven amo. Renunciar antes siquiera de intentarlo sería la peor de las derrotas.
El intercambio entre ambos vibraba con una gravedad sorda. Un juramento invisible, tácito, nacía en el aire sofocante del bosque calcinado.
Aidan continuó, más sereno, más intenso:
—¿Sabes, Assdan...? Los sueños, las ambiciones... la vida misma… son como un río de agua negra. Podemos contemplarlo durante horas, especular sobre su profundidad, sobre la fuerza de su corriente. Pero mientras no nos lancemos, mientras no nos atrevamos a ensuciarnos, nunca sabremos si la otra orilla es alcanzable.
Su mirada se encendió con un fulgor feroz.
—Yo ya decidí lanzarme.
Y con esas palabras, el viento lúgubre barrió los últimos restos de humo. El viejo mundo se desvanecía, paso a paso.
—¿Y qué hacemos si la corriente es demasiado fuerte... o demasiado profunda? —preguntó Assdan, con voz más grave.
Aidan esbozó una sonrisa. No burlona. Una sonrisa hecha de acero.
—Entonces... nos hacemos más fuertes. Hacemos una pausa. Nos reforzamos. Nos adaptamos. Y si fallamos... lo intentamos de nuevo, una y otra vez, hasta que la corriente ceda. Porque nuestros sueños no se cumplirán por sí solos. Porque nadie peleará en nuestro lugar.
Cada palabra vibraba en el aire, cargada de una determinación pura.
—Cada fracaso —añadió con voz serena— no es una derrota. Es un paso hacia el éxito.
Una llama se había encendido en sus ojos. Un fuego que ni los vientos de Liamdaard, ni las sombras rampantes podrían apagar.
Assdan, a pesar suyo, sintió algo anudarse en el pecho. Orgullo. También temor.
Aidan había cambiado. El joven príncipe despreocupado ya no existía. En su lugar, se alzaba un ser dispuesto a volcar mundos enteros para trazar su camino.
—Aun así... —murmuró el mayordomo, casi para sí mismo— es una carga pesada para un solo individuo.
Aidan respondió sin dudar:
—No estoy solo. Estás tú, Assdan. Y otros vendrán. Tenemos la eternidad por delante. Este mundo aún no sabe lo que le espera.
Su tono era calmo. Pero bajo esa superficie tranquila rugía un huracán.
Se instaló un silencio. Denso. Solemne.
Sus miradas se cruzaron. Y sin una palabra más, un pacto invisible selló su destino. Esa noche, Assdan ya no servía a los Sano. Servía a Aidan.
Una brisa ligera cruzó el bosque devastado, llevándose con ella los últimos destellos de ceniza. Como saludando el despertar de una tormenta aún oculta entre las brumas del futuro.