La calle estaba sumida en una oscuridad densa, tragada por un silencio sobrenatural. Pero el vacío no era más que una ilusión. Ocultos en la sombra, depredadores acechaban, pacientes, hambrientos. Su festín se acercaba — un festín de carne tibia, de sangre aún palpitante.
Bajo el velo helado de la noche, un hombre tambaleaba, solo, vencido por la borrachera. Sus pasos desordenados repiqueteaban sobre los adoquines húmedos. El aire se le pegaba a la piel, cargado con un olor metálico y acre que ni el alcohol podía ya enmascarar. Cada latido de su corazón resonaba en sus sienes como un golpe de campana fúnebre.
Un escalofrío sordo recorrió su espalda. Aceleró el paso, guiado por un instinto primario. Algo... algo lo seguía. Una presencia aplastante, malsana, invisible pero terrible.
Se detuvo en seco, lanzando una mirada desquiciada a su alrededor. Nada. Solo sombras. Solo susurros del viento. Pero lo sabía. No estaba solo.
Y de pronto, apareció.
Surgido de las tinieblas como una pesadilla tangible, un vampiro se alzó frente a él. Sus ojos encendidos destilaban un odio silente. Su piel, cadavérica, resaltaba contra la noche. Su sonrisa, bestial, dejaba ver colmillos relucientes de promesas letales.
El borracho jadeó, paralizado por un terror visceral.
El vampiro le acarició la mejilla con una garra afilada y murmuró, con voz baja y arrastrada:
—Corre.
El hombre no necesitó más. Se dio vuelta y echó a correr, gritando, con el aliento hecho pedazos por el miedo. Sus gritos resquebrajaban el silencio como un vitral bajo un martillazo.
El vampiro reía. Una risa hueca, alegre, sin piedad.
—Corre, miserable insecto. Corre mientras tus piernas aguanten…
No había prisa. El perfume del miedo y de la sangre ataba a la presa a su cazador como un hilo invisible. Caminaba tranquilo, saboreando el pánico que emanaba de cada zancada desesperada del hombre.
Y entonces… el silencio.
Un vacío brutal cayó sobre la calle, pesado, inquietante.
El vampiro se detuvo, alerta. Sus narinas vibraban, sus ojos escudriñaban la oscuridad. El viento había cambiado. Algo no encajaba.
El cazador entornó los ojos.
—Es inútil —gruñó en la noche.
Pero en el fondo, una chispa de duda, fugaz pero helada, acababa de nacer.
El olor de la sangre lo llamaba, insistente, irresistible. Sabía exactamente dónde se había escondido la presa. La caza había llegado a su fin.
Pero cuando avanzaba, una extraña sensación lo paralizó. Un malestar profundo. Su instinto gritaba: otras presencias se habían colado en su territorio, y esas no eran presas.
Dos siluetas se recortaban en la bruma. Luego otras tres se acercaron, rodeando lentamente al vampiro. Distinguía sus auras — gélidas, afiladas como cuchillas.
Una sonrisa se dibujó en su rostro pálido. En lugar de miedo, lo atravesó una excitación salvaje.
Más carne. Más sangre.
—¡Otros humanos aquí! No esperaba tanto. La suerte está de mi lado esta noche… pero no para ustedes.
Soltó una risa, los ojos encendidos de crueldad. Su cuerpo cambió, se retorció, revelando su verdadera naturaleza — colmillos extendidos, garras negras, rostro deformado por el hambre. El horror encarnado.
Pero los humanos no se movían. Sin miedo. Sin retroceder.
El vampiro se congeló.
Permanecían serenos. Demasiado serenos.
Solo una rabia helada brillaba en sus miradas.
Un detalle golpeó entonces a la criatura: en sus abrigos negros, bordado en hilo de plata, un símbolo... Dos espadas cruzadas, clavadas en el cráneo de una hiena. Y encima, discreta, antigua, una pequeña corona negra estaba grabada.
Su corazón muerto se contrajo. Conocía ese emblema. Los cazadores. Y no cualquiera. Los de la línea original. Los primeros.
El vampiro dio un paso atrás.
Una voz masculina, seca como una hoja de acero, rasgó el aire:
—Más bien tú fuiste el que tuvo mala suerte al cruzarse con nosotros, basura.
La niebla se cerraba a su alrededor. Los cazadores avanzaban, lentos, decididos, en una marcha fúnebre.
El vampiro giró la cabeza de golpe.
El borracho al que perseguía estaba allí, de pie, la mirada cargada de desprecio. A su lado, una mujer y una joven. Todos armados. Todos cazadores.
Lo comprendió. Demasiado tarde.
Era una trampa desde el principio. La rabia estalló en él, deformándole el rostro. Una mueca de odio cruzó su cara:
—¡Malditas alimañas! ¡Van a arrepentirse de haberse burlado de mí!
Pero su instinto gritaba huida. La sed de sangre de los cazadores lo ahogaba. El peso de la muerte le oprimía los músculos.
No estaba a la altura. No contra ellos.
Huir. Era la única opción.
Tomó impulso y saltó hacia los muros de los edificios cercanos, buscando una brecha. Pero los cazadores, rápidos como depredadores hambrientos, dispararon. Proyectiles silbaron en la noche.
Un impacto brutal. Sus piernas cedieron. El vampiro se estrelló contra el suelo con un crujido sordo.
El dolor explotó en todo su cuerpo.
Intentó levantarse, temblando de agonía. Ya los cazadores formaban un círculo cerrado a su alrededor, armas en mano, la mirada tan fría como la piedra.
—Qué patético… ¿Pensabas huir después de lo que nos hiciste? —susurró Draven, con una voz tan cortante como una cuchilla.
—Malditos sean… cazadores... —gruñó la criatura, escupiendo sangre negra.
Draven no respondió. Esperó a que el silencio se instalara.
Entonces fue Queen, la mujer de ojos de hielo, quien rompió el aire:
—¿Sabes por qué los humanos desaparecen en esta ciudad? ¿Quién los está secuestrando?
No alzó la voz. No lo necesitaba.
El vampiro rió débilmente, sacudido por el dolor.
—Váyanse al infierno... Todos ustedes, miserables insectos... Ahhh…
Una flecha cortó el aire. Se clavó en su hombro, arrancándole un aullido de bestia. Su cuerpo comenzaba a secarse lentamente, consumido por la sustancia maldita de los cazadores.