Libro 1: Renacimiento

Capítulo 7: La muerte estaba por golpear.

El suelo estaba rojo. No solo manchado — empapado, saturado, como si la tierra misma hubiera sangrado. Alrededor, el silencio. Ni un suspiro, ni un ave, ni siquiera el viento. Solo ese olor: acre, inmundo, pestilente. Una mezcla de sangre, carroña y algo más antiguo.
Más maligno.

¿El cuerpo? Ya no existía. Solo quedaban jirones. Fragmentos de carne arrancada, hueso masticado, escupido, esparcido como migajas para carroñeros ciegos.

Aidan se detuvo en seco. Quedó allí, inmóvil, con los ojos clavados en la masacre. Su corazón —o lo que quedaba de él— latía lentamente, demasiado lentamente, como si se negara a acelerarse ante el horror. Pero su aliento, en cambio, se llenó de ceniza y de ira.

No era obra de un vampiro. Ni siquiera de uno hambriento. No. Esto era otra cosa. Algo más primitivo. Más sucio. Más antiguo. Una bestia. Una verdadera. Un antropófago.

Aidan se arrodilló junto a un hueso, ennegrecido en los bordes, roído con tal ferocidad que parecía haber sido triturado de un solo mordisco. Lo levantó, lo hizo girar entre los dedos. El odio le subió por la garganta. No era solo un depredador. Era un mensaje.

Y no era la primera vez.

Ahora lo sabía: había otros. Otras desapariciones. Otros cadáveres destrozados. Cuerpos que nadie reclamaba. Sombras en los barrios olvidados de Thenbel. Y la criatura... apenas comenzaba.

Se puso de pie, lentamente. Sus ojos se oscurecieron. No de miedo. De promesa. La cacería acababa de comenzar.

No era cosa de una sola noche. El mal se había instalado en silencio, como una fiebre subterránea. Y ahora, quemaba a Thenbel hasta la médula.

Desde hacía varios días, las calles se habían ido vaciando de su bullicio habitual. Las risas se habían apagado. Las puertas se cerraban más temprano, las persianas no se abrían, los pasos apurados se volvían carrera al caer la noche. Pero nada servía. La criatura rondaba, hambrienta, invisible, inatrapable.

Cada mañana, aparecían fragmentos de carne en los callejones, charcos de sangre pegajosa en las veredas olvidadas. Un dedo, un pie, un trozo de piel desgarrada. Y siempre ese olor a podredumbre, a colmillos sucios y hambre negra.

El miedo, ese sí, había tomado el trono. Los niños ya no jugaban. Los cantos se habían apagado en las tabernas. Los mercados se vaciaban antes del mediodía.

Y aun así… pese al caos, pese al terror… dos fuerzas rastreaban el origen del mal. Dos presencias, invisibles para la multitud, rondaban en la sombra, decididas a derramar la sangre del monstruo responsable.

Los primeros, los Byron, cazaban cada noche como fieras disciplinadas. Su red se desplegaba por los barrios más infectados, sus armas estaban listas, sus instintos, afilados. No era un vampiro —la masacre era demasiado desordenada— ni un hombre lobo, esas bestias solo atacaban con la luna llena. Pero esto… esto se repetía. Una y otra vez.

Cada noche. Y eso los volvía locos. A cada latido, sentían que estaban cerca… pero siempre, la criatura se les escapaba.

Y en algún lugar, al otro lado del velo… Aidan.

Solo. Furtivo. El príncipe vampiro caminaba por las sombras de los callejones, sus pasos ligeros, sus sentidos en alerta. Como un lobo silencioso rondando el mismo sendero que los cazadores… pero desde el otro lado de la montaña.

No cazaba para matar. Cazaba para entender. Y si tenía que clavar los colmillos en la carne de la bestia, lo haría sin temblar.

La ciudad se había convertido en un teatro del horror.

Y el telón ya estaba levantado.

***

La situación no era muy distinta en la mansión de los Sano. En los callejones negros de Thenbel, Aidan ya no merodeaba solo. A su lado caminaba su sombra inseparable: Assdan. Dos depredadores silenciosos, cazando a un monstruo que siempre lograba escapar de sus garras.

Cada noche recorrían las arterias devastadas de la ciudad, rastreando huellas de muerte, hurgando entre la pestilencia de las calles abandonadas. Pero siempre llegaban tarde. Siempre la sangre seca, los restos mutilados, los gritos apagados por la noche.

La rabia crecía en Aidan. Porque esto no había empezado ayer. No. Las desapariciones habían comenzado mucho antes de que él sintiera el aliento del caos levantarse. A sus espaldas. En su ciudad. Su territorio.

Había pasado una semana desde su primer hallazgo macabro. Una semana de horror, de fracasos consecutivos. Y con cada día que pasaba, el balance empeoraba: más de veinte muertos. Hombres, mujeres, niños — nadie se salvaba.

Thenbel ya no era más que un cadáver ofrecido a las bestias.

La mansión, antes refugio de calma, se ahogaba en un silencio denso. Un silencio cargado de impotencia. Aidan, solo en la biblioteca, con la cabeza gacha, la mirada perdida en el vacío, dejaba que su mente se deslizara entre la bruma de la rabia y la culpa. Repasaba cada escena en su cabeza. Cada detalle.

Pero el monstruo siempre se le escapaba. Como un fantasma riéndose en medio de la niebla.

Entonces… unos pasos vacilantes rompieron el silencio. No necesitó levantar la vista para saber quiénes eran.

Jessica. Jet. Silver.

Los tres nuevos vampiros, de pie frente a él, con la determinación ardiendo en sus ojos aún jóvenes.

Aidan cerró los ojos brevemente, inhalando hondo. Sin rodeos, su voz cayó, fría, cortante:
—¿Qué quieren ahora?

Jessica, sin embargo, no dio ni un paso atrás.

—Sabemos lo que está pasando en la ciudad —dijo con voz clara—. Sabemos que están investigando. Que buscan detenerlo. Déjenos ayudar.

Cayó un silencio.

La mirada de Aidan se alzó, lenta. Su mirada afilada pesó sobre ellos como una cuchilla sobre la nuca. No vio miedo, ni duda en sus ojos. Solo una determinación ardiente.
Inclinó levemente la cabeza. Su tono se volvió grave, casi fúnebre:

—Es peligroso. Más de lo que creen. No es un simple monstruo… Es una abominación.

Los observó largo rato, como si pusiera sus almas en una balanza.




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