El aire apestaba a muerte.
Un olor espeso y húmedo, mezclado con vísceras, moho y sangre podrida. Reptaba por los callejones de Thenbel como un animal herido. Se colaba bajo las puertas cerradas, se adhería a los muros, al aliento de los habitantes. Iba pudriendo poco a poco el alma de la ciudad.
Y quienes lo reconocían… sabían exactamente lo que significaba.
Un wendigo.
Los Devoradores de la Humanidad.
No era un cuento de terror. No era una fábula susurrada por ancianos. Era real. De carne corrompida. De garras. De hambre.
Criaturas cuya sola presencia convertía el aire en veneno y la tierra en tumba.
El wendigo no era solo una bestia. Era la encarnación del hambre.
Dos metros y medio de piel cuarteada, tensada hasta el límite sobre un esqueleto deformado. Garras largas como dagas, manchadas con la sangre de los vivos. Cuencas vacías donde ardían dos carbones rojos, fríos y eternos.
Su boca ya no era una boca. Era una grieta repleta de colmillos irregulares. Sus labios arrancados dejaban filtrar una sonrisa sin fin. Cada aliento que exhalaba esparcía la pestilencia de una muerte antigua.
El wendigo no comía para sobrevivir. Devoraba por maldición. Por esencia. Un hambre sin descanso.
Pero lo que los volvía casi invencibles… lo que explicaba por qué Thenbel sangraba desde hacía semanas sin que nadie pudiera detenerlos…
Era su astucia.
Un wendigo podía asumir forma humana. No perfectamente, no. No como un vampiro, flexible y seductor. La suya era burda. Áspera. Pero suficiente para pasar desapercibido entre los callejones oscuros, suficiente para mezclarse con las sombras del anochecer.
En los mercados. En las tabernas. Entre los mendigos. Entre los solitarios.
Invisible.
Insondable.
Y mientras conservaran esa envoltura imperfecta, ni los sentidos afilados de un vampiro ni el instinto curtido de un cazador veterano podían desenmascararlos con facilidad.
***
Aidan jamás había presenciado un horror semejante con sus propios ojos. Había oído hablar de ellos. Conocía las historias. Pero nada prepara a una mente cuerda para eso.
Y el que habían visto esa noche… no era más que uno de los tres.
Tres bestias nacidas de un abismo tan profundo que incluso los vampiros perdían la razón allí. Tres monstruos errantes en Thenbel, silenciosos, invisibles, insaciables. Y cada noche, se alimentaban. Cada noche, se volvían un poco más poderosos. Cada noche, la ciudad se hundía más en el abismo.
Aidan apretó los puños.
Lo sentía, en lo más profundo de su ser vampírico: el tiempo de las medias tintas había terminado.
Había que actuar. Y rápido.
***
La noche los había devorado en un silencio helado.
Aidan, inmóvil, con la mirada vacía, fijaba los ojos en un punto que nadie más podía ver. Ya lo sabía. Desde hacía tiempo. Rose. El Onyx. Toda esa fachada. Pero verla así —con las armas en las manos, rodeada de los suyos, el blasón negro sobre el pecho— era distinto. Una confirmación brutal. Una verdad expuesta a la luz.
Ella era una Byron. Una cazadora nata.
Y él, el heredero de un clan vampírico milenario.
No solo pertenecían a mundos diferentes. Estaban destinados a matarse.
Cerró los ojos, la mandíbula tensa. Pero no era eso lo que más lo carcomía.
Era el fracaso.
Una vez más, la criatura se les había escapado. Y esta vez, los había visto. A todos.
Ahora caminaban a cielo abierto.
El antiguo caserón de los Sano los recibió como una tumba. Nadie pronunció palabra hasta que Aidan se detuvo en el vestíbulo.
—Lo teníamos... —dijo simplemente, con los ojos aún perdidos en las sombras de la ciudad—. Estaba ahí, frente a nosotros.
Un silencio. Luego, en voz más baja:
—Y lo dejé escapar.
Assdan se acercó con calma, aunque sus facciones delataban preocupación.
—No fue culpa suya, joven amo. Ese wendigo... es rápido. Astuto. Salvaje.
—No es una excusa.
Aidan cruzó los brazos, luchando contra un escalofrío de rabia.
—Cada minuto que esa cosa sigue suelta, es uno de los nuestros el que muere. Tal vez esta noche. Tal vez mañana.
Bajó la cabeza.
—Y nos corresponde a nosotros detenerlo.
Jessica, Jet y Silver se mantenían al margen. Sus rostros aún llevaban la marca del espanto.
Assdan los observó un instante, y luego añadió:
—Se enfrentaron a uno de los horrores más antiguos de este mundo… y resistieron. No fue un fracaso. Fue solo el comienzo.
Pero Aidan no respondió. Subió las escaleras sin decir palabra, desapareciendo en la penumbra del piso superior.
*
Abajo, los tres jóvenes vampiros se quedaron inmóviles. Fue Jessica quien rompió el silencio:
—Pudo habernos matado a los tres…
Silver asintió lentamente con la cabeza.
—No estábamos preparados.
Assdan se acercó a ellos. Su voz era más suave de lo habitual, pero inflexible:
—Es normal. Ningún ser sensato lo está, frente a un wendigo.
Los miró uno por uno.
—Pero pelearon. Resistieron. Y sobrevivieron. Eso no es poca cosa.
Se quedaron allí un momento, en el silencio del vestíbulo, mientras Aidan se había perdido escaleras arriba, llevándose consigo su carga.
Jessica bajó la mirada y murmuró:
—Somos demasiado débiles.
Su voz apenas temblaba, pero las palabras cortaban como cuchillas.
—Sin ustedes, estaríamos muertos esta noche, Assdan.
Silver asintió de nuevo.
—Pensamos que podíamos ayudar… pero una vez más, fueron ustedes quienes nos salvaron. Lo siento.
Jet soltó una risa breve, sin alegría.
—Unos estorbos, ¿eh? Parece que estamos lejos de ser tan fuertes como creíamos.
Assdan los observó un instante, sin enojo, sin compasión.
—Entonces háganse más fuertes.
Su voz azotó el aire como una orden.
Levantaron la cabeza, sorprendidos por la crudeza. Pero lo que vieron en sus ojos no era desprecio. Era fuego.