El destino había comenzado su marcha. Y nada lo detendría.
Aidan lo sabía ahora — la verdadera guerra había comenzado. Se acabó el paréntesis de calma. Se acabaron las apariencias. La sangre llamaba a la sangre. Nada volvería a ser como antes.
A partir de ahora, cada latido sería un riesgo. Cada silencio, una amenaza. Cada noche, una advertencia.
El príncipe vampiro permanecía inmóvil frente a los grandes ventanales del castillo, con la mirada perdida en el horizonte de Thenbel. Un frío se había colado en sus venas —no el del clima, no. Uno antiguo. Instintivo.
Recordaba los últimos instantes del wendigo. El aliento podrido. El corazón arrancado. Y, sobre todo… aquellas palabras:
—Van por ustedes.
Aidan apretó los puños.
No era una amenaza. Era una profecía. Los wendigos no eran más que el preludio.
Algo, alguien, los había observado aquella noche. Lo había sentido. Una mirada que cortaba la oscuridad como una hoja.
No un humano. No un simple curioso. Un depredador.
Alguien más antiguo que el odio. Más hambriento que la muerte.
Entonces Aidan tomó una decisión: no volvería a ver a Rose. No ahora. Tal vez nunca.
No por miedo. Sino porque la situación se había vuelto demasiado inestable. Ya no había tiempo para ese juego peligroso con los cazadores. Y él... ya no tenía el lujo de apegarse a nadie.
Desde la sombra de la habitación, una voz suave, firme:
—No se deje devorar por el miedo, joven amo.
Assdan. Siempre ahí. Inmutable.
El mayordomo se inclinó ligeramente, con la mano en el pecho.
—Yo lo protegeré. Cueste lo que cueste.
Aidan cerró los ojos un instante. No para huir. Sino para grabar ese juramento en la memoria. Cuando los volvió a abrir, algo había cambiado en su mirada. Ya no había duda. Ni titubeo.
—Entonces que así sea, Assdan.
Si vienen por mí… los estaré esperando.
***
Al este de Thenbel, en el corazón del reino de Gorgandis, se extendía la ciudad de Kravhoss — una urbe decadente erigida sobre ruinas olvidadas, donde los placeres más infames se mezclaban con las sombras más densas. Allí se alzaba un edificio sin pretensiones, de fachada común, casi modesta. Pero tras sus muros, existía otro mundo.
Apenas un día después de la masacre de los wendigos en Thenbel, tres figuras penetraron en aquel lugar corrupto: Zorglus, Alrax e Ideus — vampiros antiguos, de cinco siglos o más cada uno, portadores de las voluntades impías de Versias.
Apenas cruzaron la entrada, una calidez opresiva, mezclada con el perfume almizclado del vicio, cayó sobre ellos. Una vasta sala se desplegaba ante sus ojos, colmada de luces tenues, risas chirriantes y música lasciva. Era un casino… al menos en apariencia.
Humanos, inconscientes, reían, bebían, jugaban. Algunos se abrazaban en recovecos perfumados. Otros perdían su fortuna o su dignidad en las mesas de juego. El ambiente vibraba con una alegría enfermiza. Nada delataba la verdadera naturaleza del lugar: una trampa dorada, una vitrina para los mataderos que se escondían debajo.
El verdadero corazón latía más abajo. En las entrañas del edificio. Allí donde los humanos no eran más que ganado, y la sangre, una moneda de cambio.
El subsuelo era un matadero de lujo, reservado a los vampiros. Otro mundo. Rojo y dorado. Muebles de hueso blanqueado, candelabros chorreando cera negra. Los muros vibraban con los suspiros contenidos de quienes eran desangrados sin violencia. Y en el aire... ese olor. Hierro, miedo, lujuria.
Zorglus tragó saliva. Incluso para él, la presión era real.
Frente a una puerta pesada, marcada con el sello de Versias — una hidra de mil colmillos enroscada alrededor de una “V” sangrienta — se hallaba Moga.
La vampiresa no sonreía. Era hermosa como la mordida de un puñal, la mirada de acero, inmóvil tras una máscara de autoridad.
—Síganme. El jefe los espera —declaró con un tono glacial.
—Siempre tan encantadora, Moga —susurró Alrax con una mueca—. Podrías al menos fingir que te alegras de vernos.
Ninguna respuesta.
Sin dedicarles siquiera una mirada, se dio media vuelta. Ellos la siguieron.
A medida que avanzaban, el aire se volvía más pesado. El brillo de las luces se apagaba. El ruido se desvanecía, reemplazado por un retumbar sordo, casi visceral. Como si la propia tierra rugiera de anticipación.
Caminaban por un corredor de piedra oscura, cada paso resonando como una campanada fúnebre. El silencio se alargó, opresivo. Su respiración se volvió más corta. Incluso aquellos tres emisarios de Versias —depredadores seculares— sentían que su propia angustia comenzaba a rozarlos.
Y esa era precisamente la firma de aquel lugar.
Porque cuanto más se acercaban a la sala del jefe… más comprendían: no era un escondite. Era un trono erigido sobre el miedo.
Y entonces — una puerta inmensa, oscura, custodiada por glifos pálidos grabados directamente en la madera. Al aproximarse, el aire se volvía más denso, saturado de un frío antinatural y de un aliento de amenaza. Un aura oscura, palpable, reptaba bajo el umbral.
Moga se detuvo. Con un gesto seco, golpeó dos veces. Siguió un silencio. Luego, una voz grave, sorda, emergió de las sombras:
—Déjenlos pasar.
La vampiresa giró lentamente la cabeza hacia ellos. Su mirada inmóvil, dura como la piedra.
—El jefe los espera —dijo simplemente.
Luego se desvaneció sin una palabra más, deslizándose por los pasillos como una sombra.
Los tres emisarios intercambiaron una mirada fugaz. Ningún comentario. Solo un suspiro nervioso de Zorglus.
Cruzaron la puerta.
El contraste los golpeó.
La sala era vasta, casi demasiado. Un techo alto con vigas ennegrecidas, paredes cubiertas de tapices rojo sangre y trofeos grotescos — colmillos, garras, huesos humanos. En el centro, un escritorio de madera negra y brillante, cubierto de pergaminos, mapas, monedas de oro, y un cáliz donde flotaba lentamente un líquido carmesí.