La incertidumbre le corroía la mente como un ácido lento. Una duda persistente golpeaba contra las paredes de su cráneo, taladrando sus pensamientos. El miedo —el verdadero, el que muerde más hondo que los colmillos— se le había colado en las venas. Un sabor a final se posaba ya sobre su lengua.
Jamás, en siglos de existencia, Zorglus se había sentido tan cerca del colapso. Había olvidado esas sensaciones —esa angustia muda, ese terror que aprieta la garganta— desde que había dejado de ser humano. El vampirismo lo había limpiado de esas flaquezas… hasta esta noche.
Ahora, caminaba dentro de su sombra. El viento aullaba en los callejones desiertos, helado y cortante como una hoja olvidada. Rozaba su piel muerta, despertando recuerdos antiguos: la infancia, el hambre, el temor de no ver el siguiente amanecer.
Zorglus daba vueltas en círculo, preso de una trampa invisible. Cada paso resonaba sobre el adoquinado húmedo, como los latidos de un corazón condenado. Avanzar o retroceder, daba lo mismo. En cada extremo del camino, lo aguardaba el mismo desenlace: la Muerte, que por fin venía a buscarlo.
El tiempo, por su parte, avanzaba sin piedad. No se detenía por las almas temblorosas. Se deslizaba, indiferente al dolor, y no dejaba más que cenizas a su paso. Zorglus habría querido disolverse con él. Pero seguía allí. Y debía elegir.
Un aliento áspero. Luego, con paso pesado, cruzó las puertas del casino —el santuario de los vampiros, teatro de ilusiones y crueldad.
Pero esa noche, las paredes transpiraban otra cosa. El placer había cedido su lugar a la tensión. El aire estaba cargado de un calor opresivo, casi asfixiante. Miradas salvajes destilaban desde las sombras. Gotas heladas se deslizaron por sus sienes, evaporándose apenas tocaban la piel. Todo en él gritaba que huyera. Pero ya era demasiado tarde.
—Sígueme.
La voz estalló, seca y desprovista de emoción. Se sobresaltó. Luego, sin decir palabra, siguió los pasos de Moga, descendiendo hacia las entrañas del edificio.
Cada escalón lo alejaba un poco más de la superficie. Los sonidos se volvían más agudos, más nítidos. El olor de la sangre —tibia, metálica, dulce— se intensificaba a medida que se acercaban. Percibía los latidos irregulares de los humanos atrapados allí, las respiraciones entrecortadas, los suspiros de agonía.
Sus sentidos, exacerbados por el miedo, lo traicionaban: todo era demasiado intenso, demasiado cercano. La sangre deslizándose por las gargantas, los murmullos que escapaban de las paredes, los pasos de otras criaturas en los pasillos. Cada pisada sonaba como una campanada fúnebre. El corredor parecía cerrarse sobre él, lenta, inexorablemente. Sintió la esperanza escapársele entre los dedos.
Debió haber huido cuando aún tenía tiempo. Dejar la ciudad. Darle la espalda a Versias y a sus emisarios. Pero Versias nunca estaba lejos. Sus ojos, sus sombras, sus colmillos… siempre ahí, al acecho.
Y ahora, descendía hacia él.
Tal vez debió huir.
Abandonar esa ciudad, ese mundo, esa red invisible tejida por Versias, el vampiro negro. Habría podido sobrevivir en otro lugar, seguir derramando sangre desde las sombras, lejos de cadenas y juramentos. Pero Versias estaba en todas partes. Lo oía todo. Lo sabía. De él no se escapaba nadie.
Y aun así, Zorglus avanzaba, con las manos sudorosas y la garganta seca. Tenía algo para negociar. Una esperanza tenue. Quizás… quizás bastaría para desviar la hoja. O quizás no.
El pasillo parecía no tener fin. Moga caminaba delante de él, su paso liviano contrastando con el peso que aplastaba sus hombros. Golpeó una puerta negra, incrustada de símbolos antiguos. No hubo respuesta. Entonces, sin esperar, la abrió.
—Entra.
La voz era neutra, casi cansada. Pero sonaba como una sentencia. Zorglus cruzó el umbral.
El aire allí era más denso, saturado de una hostilidad contenida. Decenas de miradas se volvieron hacia él, afiladas como cuchillas. Reconoció algunos rostros: Ideus, Alrax… otros le eran desconocidos. Todos eran temibles. Y todos sabían. El rumor había corrido más rápido que él.
Sus pasos anunciaban el duelo antes de tiempo.
Al fondo de la sala, se alzaba Aal. Silencioso. Inmóvil. La sombra viva de la autoridad. Incluso los más crueles de los vampiros contenían el aliento en su presencia. Su aura aplastaba el recinto, como si el mismo aire se negara a circular sin su permiso.
—Habla. ¿La misión? ¿La cumpliste?
Zorglus sintió un nudo torcerle el estómago.
—No —respondió, con voz ronca, baja—. Fracasé.
Silencio. Luego:
—¿Pero al menos eliminaste a uno?
Zorglus negó con la cabeza.
—A ninguno, señor.
Ya no había nada más que decir. Su voz se había quebrado bajo el peso del fracaso. El aire pareció volverse aún más espeso.
Lo habían enviado a Thenbel con los Sicarius, los asesinos más temidos del clan. El objetivo: el clan de Aidan y los cazadores. Todos los demás habían muerto. Él era el único que había regresado. Vano. Vacío. Vivo —¿por cuánto tiempo más?
La sala se estremeció. Murmullos, miradas cortantes, burlas sofocadas. Algunos lo despreciaban. Otros ya celebraban. Un fracaso tan absoluto merecía la muerte. Era la regla.
Pero él seguía de pie. Tal vez tuviera una carta por jugar. Una razón para seguir con vida. Tal vez…
El silencio se tensó, justo antes de que cayera el hacha.
—¿Cómo? ¿Por qué fracasaste? —rugió el vampiro negro, su voz apenas alzada, pero tan filosa como una hoja rozando la garganta.
—Los enemigos eran muchos más… y mucho más poderosos de lo previsto. No estábamos preparados para eso. Los demás fueron masacrados, sin oportunidad de defenderse. Yo fui el único que sobrevivió. Huí, me persiguieron, pero logré desaparecer.
El aire se volvió denso, cargado de electricidad y temor. Hasta las paredes parecían cerrarse, como si la sala entera estuviera a punto de asfixiar al sobreviviente. Una brisa helada se coló entre la asamblea, arrastrando tras de sí el perfume de una muerte inminente.