Mudos, helados por el espanto, los tres jóvenes vampiros abandonaron la ciudad. Ni una palabra cruzó sus labios. Sus manos aún temblaban. En sus mentes, la imagen de Aidan, silueta inmóvil bajo relámpagos de sangre, seguía impresa como una quemadura. Una presencia invisible parecía seguirles —lenta, sofocante, ineludible. Tal vez fue un error seguir a Versias. Pero ahora, ya era demasiado tarde para huir. Demasiado tarde para dudar.
El silencio era una losa de plomo. Sólo resonaban sus propias respiraciones, entrecortadas, jadeantes. Primero el miedo. Luego, la rabia. Ideus lanzaba miradas febriles por encima del hombro, esperando, contra toda lógica, ver a Alrax surgir de las sombras. Nada. El viento barría una llanura vacía. Los segundos se deslizaban, lentos, ácidos. Finalmente, maldijo entre dientes, los ojos endurecidos, y reanudó la marcha, el corazón desgarrado por el terror.
Sin perder tiempo, guió a Jessica, Jet y Silver hasta el lugar donde residía el vampiro negro. El aire estaba cargado de humedad, impregnado de una tensión eléctrica. Cada bocanada les dejaba un sabor metálico en la garganta. El olor acre de la sangre flotaba como un perfume de muerte.
Apenas cruzaron la entrada, los recuerdos los golpearon de lleno. Humanos —sucios, encadenados, vaciados— se arrastraban por los rincones, abandonados a su destino. Otros, demasiado débiles para gritar, ofrecían el cuello a bestias vestidas de lujo. Colmillos desgarraban carnes aún tibias. Los cuerpos caían, inertes. El suelo pegajoso se adhería a sus pasos.
El casino no era un lugar de juegos, sino un matadero disfrazado. La orgía de violencia, los gritos apagados, las risas enfermizas… todo gritaba decadencia. Jessica apretó los puños. Jet apretó los dientes. Silver se quedó inmóvil. El asco les hervía por dentro, pero se obligaban a conservar la calma. Ya no eran presas. No ahora.
Tiritaban. No de frío, sino de una angustia cruda. Su primera salida lejos de la mansión, su primer contacto con este mundo. Y ya, las tinieblas les mordían la garganta.
Ideus, con el alma hecha trizas, se acercó a la sala del fondo. Allí reinaba el amo indiscutido del lugar. Sentado en un sillón negro, tallado como un trono, el vampiro negro se mantenía impasible. Su mirada atravesaba la sombra. Su sola presencia paralizaba el aire. Un rey sin piedad, cuya palabra podía matar.
Ideus se detuvo. Rígido. Silencioso. Esperando una señal, una palabra, un permiso para hablar.
A sus pies, dos semi-humanas —espléndidas, silenciosas, resignadas— lo acompañaban como advertencia muda: aquí, todo se paga. Y nadie sale ileso.
—Estás solo —constató el vampiro negro, con una voz afilada como vidrio.
—Sí, señor —respondió Ideus en tono neutro.
—¿Por qué?
—Alrax… y todos los Sicarius están muertos —declaró, con la respiración entrecortada.
Una ola gélida le recorrió la columna. Las entrañas se le retorcieron. Se preguntó si él también iba a caer. La misión no era un fracaso total… pero estaba lejos de ser una victoria.
—¿Cómo? —gruñó el vampiro negro. El aire vibró, cargado de un estruendo sordo.
—Aidan. El hijo de Marceau. Los exterminó a todos. Liberó un poder que jamás había visto, ni siquiera en su padre. Aniquiló a la mitad de nuestras fuerzas en un solo instante. Alrax y los demás se sacrificaron para permitirme huir con los reclutas.
Su voz seguía firme, pero sus manos traicionaban una tensión irreprimible.
Relató lo que había ocurrido en el hangar de Thenbel. Cada palabra parecía espesar el aire, como si las paredes mismas escucharan. El poder del príncipe vampiro ya no era un rumor —era una amenaza palpable, tangible.
El jefe lo escuchó sin decir una sola palabra, y luego habló con tono bajo, cargado de malicia:
—¿Quieres que crea que el hijo de Marceau está vivo… y que supera al padre?
—Tiene el potencial, señor. Y su poder es más peligroso que el de Marceau.
Un escalofrío recorrió la sala. Y de pronto, sin previo aviso, el vampiro negro empujó violentamente a las dos semi-humanas a sus pies. Deslizaron sobre el mármol como muñecas inertes. Una niebla negra emergió de su piel, espesa, pesada, saturada de intenciones asesinas.
La habitación se volvió irrespirable. La sed de sangre, brutal, irradiaba de su cuerpo como una ola invisible. Ideus tambaleó. Los esclavos humanos en la sala se desmayaban uno a uno, asfixiados por la presión.
—¿Quiénes son esos reclutas?
—Tres vampiros jóvenes. Recién transformados. Vivieron en la residencia de Marceau. Conocen bien a Aidan —respondió Ideus sin rodeos.
Débiles. Inútiles en apariencia. Pero portadores de recuerdos, de detalles, de verdades enterradas. El vampiro negro frunció el ceño. Sus ojos, oscuros e inmóviles, parecían escudriñar el futuro.
—Entrégaselos a Galboth. Quiero que los vacíe. Todo lo que sepan sobre la familia Sano. Y que lo haga personalmente.
Galboth. Antiguo de seis siglos. Instructor implacable. Maestro en el arte de romper mentes sin dejar una sola cicatriz visible. Una leyenda viviente, al servicio de Versias.
—Entendido, señor —asintió Ideus, con la mirada baja.
Sabía bien lo que eso significaba. Esos reclutas no hablarían. Serían diseccionados.
—¿Y Zanex? ¿También está muerto? —preguntó el vampiro negro, sin levantar la vista.
—No lo sé. Apenas llegamos a Thenbel, se aisló. No ha dado señales desde entonces —respondió Ideus.
El silencio cayó de golpe, cortando el poco aliento que quedaba en la sala.
—Muy bien. Puedes retirarte.
La voz era plana, inexpresiva. Demasiado tranquila.
Ideus se inclinó brevemente y salió de la sala. Su paso era medido, pero por dentro, una ráfaga de alivio estallaba. Estaba vivo. Por ahora. Sin embargo, una tensión sorda le palpitaba en la cabeza. Esa reacción… esa calma gélida del jefe al oír el nombre de Zanex. Sin rabia. Sin sorpresa.
Algo no cuadraba.