La mañana se alzaba lentamente sobre la ciudad aún entumecida. La luz pálida del alba se deslizaba a través de los cristales de la taberna, rozando las mesas vacías y los rostros cansados de quienes cazaban durante la noche. La atmósfera, densa y amortiguada, parecía contener el aliento. Draven, Queen y Hex estaban allí, en silencio, cada uno encerrado en el eco mudo de sus pensamientos.
Rose aún no había regresado. Y a pesar de la hora, nadie se había inquietado de verdad. Tenía sus ausencias, sus silencios, sus retiros solitarios desde la víspera... Desde aquella revelación brutal que los había dejado a todos al borde. Ella cargaba sus heridas como una hoja invertida bajo la piel. Lo sabían. Necesitaba tiempo. Y le habían dado ese espacio.
Hex, recostado contra la pared, manipulaba nerviosamente la correa de su guante. Sus ojos, hundidos por una noche sin sueño, reflejaban una tensión contenida, como si cada fibra de su cuerpo esperara que algo se rompiera. Nadie hablaba. Hasta los muros parecían querer desaparecer.
Entonces la puerta se cerró de golpe.
Nix irrumpió, con la respiración entrecortada, el rostro descompuesto, los ojos devastados por un pánico crudo.
—¡Desapareció! —gritó con una voz estrangulada, casi irreal—. Rose… Ella… hay sangre. En el puente. Huellas de lucha.
El silencio cayó como un hachazo. Draven se irguió de un salto, con los ojos encendidos por un fuego helado.
—¿Qué estás diciendo?
—La seguí… esta mañana. Fue al puente, sola. Luego… escuché… un ruido. Y cuando llegué… ya no estaba. Sólo… sangre. Fragmentos. Alguien… peleó con ella.
Queen palideció, inmóvil como una estatua agrietada por un golpe invisible. Draven saltó hacia la puerta, los puños ya cerrados, como si pudiera golpear al miedo para hacerlo retroceder.
—Muéstranos. Ahora mismo.
Salieron sin una palabra, impulsados por una urgencia visceral. Nix los guió por las calles aún dormidas, donde sólo sus pasos resonaban en el alba inmóvil. Sus respiraciones formaban pequeñas nubes blancas en el aire cortante. Cada latido sonaba como un réquiem.
Cuando llegaron al lugar, la escena los golpeó de lleno.
El puente estaba desierto. Pero algo flotaba en el aire, una disonancia, una tensión casi palpable. La energía aún vibraba, inestable, febril. El suelo mostraba las marcas frescas de un enfrentamiento: grietas violentas, rastros de sangre, esquirlas de metal roto. Una empuñadura, hecha añicos.
Allí, sobre las piedras frías, el viento soplaba bajo, cargado de un silencio demasiado denso. Un silencio que gritaba.
Los ojos de Queen recorrían la escena, desorbitados, angustiados, como si intentara negar la evidencia. Pero el suelo hablaba. Gritaba.
Y entonces lo vio. Un cuerpo. Tendido de lado, boca abajo, al otro extremo del puente.
—No…
Corrieron. Draven se arrodilló, las manos temblorosas, y lo giró de un solo movimiento, seco, brutal.
No era Rose.
Pero eso no fue un alivio.
Un hombre yacía allí, la garganta abierta, los ojos congelados en una expresión de estupor helado. La muerte le había robado el último aliento en plena agonía. Probablemente un testigo. Un hombre atrapado entre dos mundos. Un muerto de más.
Queen apartó la mirada, una mano crispada contra el pecho, como si su corazón intentara escapar de su jaula. Draven se incorporó lentamente. Su mirada, antes aguda, se había convertido en un abismo de cólera muda.
—Sabían lo que hacían —murmuró con voz ronca, casi deshumanizada.
—Fue premeditado —añadió Queen, las palabras atoradas en la garganta. Su voz estaba rota, su aliento entrecortado, como si cada palabra le rasgara la carne.
Detrás de ellos, Nix se desplomó de rodillas. El suelo pareció tragárselo en su desesperación. Sus manos temblaban, inmóviles sobre los adoquines manchados.
Hex, por su parte, seguía de pie. Pero apenas. Sintió que las piernas le flaqueaban, un vértigo sordo le envolvía la nuca. Apretó las mandíbulas, como si intentara retener un grito. O un derrumbe.
—La vamos a encontrar —dijo con voz opaca, carcomida por la rabia y el espanto—. Se los juro.
Pero en lo más hondo de sí, algo se quebraba. Un frío insidioso, glacial, se instalaba, arrastrándose hasta su alma. Un miedo mudo. Una certeza muda. Algo irreparable había comenzado.
Como única certeza, la joven cazadora había desaparecido, engullida por las sombras, atrapada por manos enemigas.
El silencio cayó de golpe, como un sudario. Se quedaron quietos, sin aliento, paralizados por el terror sordo que les nacía en las entrañas. ¿Rose… viva? ¿Muerta? La incertidumbre era veneno, y con ella llegaba un duelo abismal, helado, seguido por una rabia primitiva, incandescente. Una marea negra que devoraba la razón.
—¿Quién? —susurró Queen, la voz rota, hundida en un estallido de dolor—. ¿Quién pudo hacer esto?
—No importa quién lo hizo… —gruñó Draven, un timbre áspero emergiendo desde sus entrañas—. Voy a encontrarlo… y lo voy a destrozar.
La rabia crecía, abrasadora, voraz. Se extendía en ellos como un fuego ancestral, un llamado de sangre surgido desde lo más hondo del tiempo. Les nublaba el juicio, diluía las fronteras entre justicia y venganza. Eran cazadores, sí. Pero allí, en ese instante suspendido, no eran más que carne y odio. El deseo de matar los envolvía como un aura fétida.
Y en medio del tumulto interior, un nombre surgió, como una astilla en la garganta.
—Aidan… Seguro fue él —soltó Nix, la mirada ennegrecida por la tormenta—. Lo voy a matar. A ese monstruo.
Queen entrecerró los ojos. Algo no encajaba. La duda era una neblina ácida en su mente. Se negaba a ceder. ¿Y por qué Aidan habría atacado a Rose, si había afirmado querer la paz? No tenía ningún sentido.
—No… no creo que haya sido él —dijo en voz baja, pero firme—. Y no debemos atacarlo a ciegas.
Nix apretó los puños, sus dientes rechinaban.