Rosie Byron.
Madre de Draven. Abuela de Rose. Y más aún: una leyenda. Una estrella ardiente cuyo fulgor jamás dejó de iluminar la historia de los cazadores.
Se decía que había sido bendecida por los mismos dioses. Hermosa como el alba sobre un campo de ruinas, fuerte como la roca sobre la que se erigen los juramentos. Una mujer de principios, de corazón… y de guerra. Amada, respetada, temida.
Nunca cedió ante lo fácil. Jamás se dobló frente al miedo. Ni frente a las reglas injustas de su propia sociedad. Seguía un camino más antiguo que las leyes: el del honor. El de la justicia.
Jamás alzó la mano contra una criatura de la sombra sin razón. Cazaba a los asesinos, a los monstruos, a los depredadores —no a quienes simplemente buscaban existir. Su mirada veía más allá de la sangre y de la naturaleza. Percibía la intención. El alma. Y eso la volvía temible.
Su nombre, susurrado incluso en voz baja, hacía temblar los bosques oscuros y las cavernas profundas. Algunos aseguraban que incluso el rey de los vampiros había sentido, frente a ella, un malestar extraño. Como si su sola presencia recordara a las tinieblas que la luz aún podía arder.
Pero lo que la convertía en una leyenda no era su poder. Era su sueño.
Rosie Byron soñaba con la paz.
Un mundo sin guerra entre las sombras y los humanos. Una coexistencia. Un equilibrio frágil, pero posible. Un ideal que años más tarde compartiría cierto vampiro llamado Aidan. Ella no buscaba destruirlo todo, sino comprender. Construir. Y esa esperanza, la sembró como semilla en el corazón de su linaje.
Se atrevió a lo impensable: sellar una alianza temporal con el consejo vampírico para erradicar una amenaza común. El vampiro negro. Una aberración. Una plaga tan antigua que hacía estremecer incluso a las criaturas de la noche. Juntos, cazadores y vampiros decidieron unirse por primera vez contra el mismo enemigo.
Pero aquella osadía tuvo un precio. Se ganó enemigos por doquier. Entre los clanes más conservadores. Entre los monstruos más antiguos. Entre los suyos.
Y luego, un día, el silencio.
Doce años atrás, la muerte llegó sin aviso. Una misión. Una cacería. Una masacre.
Su equipo entero fue aniquilado. Rosie cayó en medio del caos, rodeada, aislada… traicionada.
Todos murieron. Todos, menos uno.
Zanex.
***
Algunos años atrás
Bastó un solo instante para que el mundo de Zanex se viniera abajo.
Un solo grito. Una sola mirada apagada. Su esposa, desgarrada ante sus ojos por un vampiro demasiado rápido, demasiado brutal. Y desde aquel día, algo en él se había roto. Para siempre.
Ya no vivía. Sobrevivía. Erraba. Consumido por dentro por una rabia sin nombre. Un odio que lo devoraba como un fuego negro. Su corazón se vació. Su alma, corroída hasta el hueso, no era más que un cadáver animado por un solo instinto: matar.
Maldijo todo. Su debilidad. El mundo. A los vampiros. A quienes deseaban la paz. A quienes tendían la mano al enemigo. Incluso a Rosie Byron —a quien alguna vez había venerado como a una diosa viviente— la redujo, en su mente gangrenada, a una traidora ingenua.
Ya no había espacio para el amor. Ni para los hijos que había dejado atrás. La caza se volvió su única fe. Cada noche, cada amanecer, perseguía a las criaturas de la sombra. Y las masacraba. Sin tregua. Sin remordimientos. Una lluvia de cenizas, sangre y silencio seguía cada uno de sus pasos.
Donde él pasaba, echaba raíces el miedo. Los refugios ardían. Las madrigueras colapsaban. Nacieron rumores, se esparcieron, crecieron. Ahora lo llamaban el Cazador Loco.
Y sin embargo, incluso dentro de esa furia, otro veneno se había infiltrado en él: el orgullo.
Se creía invencible. Intocable. Despreciaba los consejos de los antiguos, ignoraba las advertencias de los más sabios. Ya sólo veía una verdad: la suya. Y esa verdad lo arrastraba cada vez más lejos, hacia batallas cada vez más temerarias.
Hasta que un día se encontró con aquello que ninguna leyenda había osado nombrar.
El vampiro negro.
No fue más que un suspiro. Nueve cazadores. Masacrados. En cuestión de segundos.
Zanex, el orgulloso, el brutal, el devorador de sombras… ni siquiera tuvo tiempo de alzar su espada.
Vio la muerte. De cerca. Sintió su propio final arrastrarse por su garganta, helado, inevitable. En los ojos del monstruo no vio rabia ni placer. Sólo el abismo. Y ese abismo lo miró… y tembló.
Allí, en el suelo, con las rodillas estalladas, el rostro ensangrentado, Zanex comprendió: no era nada.
Su orgullo, sus victorias, su furia. Todo se desvaneció en un solo latido.
Pudo haber muerto. Debió haber muerto.
Pero eligió lo único que le quedaba: la humillación.
—No me mates… —susurró con los labios partidos, la mirada anegada de miedo—. Déjame vivir. Déjame… servirte.
Y en ese susurro, ese pacto de sombra, la luz se extinguió para siempre.
Con los ojos hirviendo de furia, el vampiro negro lo golpeó sin piedad.
Zanex salió volando por la sala como un muñeco roto, estrellándose con violencia contra la piedra helada. Sin aliento, con la boca llena de sangre, apenas podía moverse. Pero el otro ya avanzaba, amenazante, una silueta colosal esculpida en sombra.
—¿Quieres servir al que masacró a todos tus compañeros? —gruñó, con un tono cargado de desprecio—. Qué desecho patético eres… ¿Dónde quedó tu honor, cazador? ¿Dónde está tu orgullo?
El dolor le retorcía las entrañas, pero era el miedo, más que las heridas, lo que paralizaba a Zanex. No había nada en su mirada. Ni siquiera la chispa de la desesperación. Lo sabía. La batalla estaba perdida desde antes de empezar. Resistirse solo habría añadido sufrimiento.
Y eso… eso irritaba profundamente a la criatura.
—Eres de los que más desprecio —rugió el vampiro—. De esos que traicionan a los suyos y reniegan de todo lo que son por una vida que ni siquiera merecen. Eres una alimaña. Menos que nada.