Aidan y Assdan se quedaron inmóviles, los ojos fijos en lo que veían. Se instaló un silencio largo. Un silencio brutal, irreal. No. No era un artefacto. No una reliquia, ni un arma sellada, ni un talismán ancestral. Nada de lo que habían esperado. Nada de lo que se les había prometido.
Era una chica. Común. Demasiado común.
—¿Esto es… una broma? —murmuró Assdan, la voz ronca.
La duda los golpeaba. ¿Habían perdido la verdadera transacción? ¿Se habían equivocado de objetivo? No. Imposible. No habían dejado de seguir a los Caballeros de la Sombra desde que llegaron a la ciudad. Ni un error. Ni una desviación. Y sin embargo.
Ella estaba ahí, sentada en la oscuridad de la furgoneta, inmóvil. La mirada vacía. Ni miedo ni conciencia en sus ojos.
—¿Qué significa esto? —gruñó Aidan, con amargura en la garganta.
Se acercó. Su mirada la escudriñaba, buscando un detalle, una grieta, una señal de ilusión o encantamiento. Pero nada. Su aura era puramente humana, lisa, banal. Una piel pálida. Una respiración lenta. Una adolescente como miles más. Y sin embargo, Versias había movilizado hombres, un wendigo, recursos… por ella.
¿Por qué?
—No emite… nada. Ni una chispa de magia. Ningún vínculo vampírico. Nada en absoluto —constató Assdan, incrédulo.
Aidan guardó silencio. Su mirada se había oscurecido. Algo no estaba bien. Lo sentía.
De pronto, se detuvo en seco. Como golpeado por una vibración sorda. Un torrente de sensaciones lo invadió —recuerdos que no eran suyos. Una pena antigua. Una vergüenza. Un dolor visceral. Y sobre todo, una nostalgia asfixiante. Casi tambaleó por el impacto. Nunca la había visto antes. Podía jurarlo. Y aun así… en algún rincón de sí mismo, ella ya vivía.
—¿Joven maestro? —susurró Assdan.
Aidan cerró los ojos. Rechazó con violencia lo que sentía, como quien aparta una mano helada de la nuca.
—Estoy bien. Solo un… mareo. Nada importante.
Inhaló profundo, se arrodilló y extendió los brazos.
—Sea lo que sea… no la dejamos aquí.
—Una decisión sabia, señor.
Aidan levantó a la joven. Ella no reaccionó. Ni una palabra. Ni un parpadeo. Parecía ausente, atrapada entre dos estados —como si no perteneciera del todo a este mundo. La acomodó en el auto.
Mientras tanto, Assdan sacó la furgoneta del camino y la condujo hacia el bosque cercano. Echó una última mirada al cadáver del wendigo, luego lo roció con un líquido negruzco. En pocos minutos, las llamas rugían entre los árboles. El fuego borraría las pruebas. Quizás. Al menos, les daría tiempo.
Pero ya, a lo lejos, el furor de Versias acechaba. Y pronto, golpearía.
Tras varias horas de ruta en silencio, finalmente llegaron a la mansión. La muchacha no se había movido ni un milímetro. Dormía aún. Demasiado plácidamente. Sin una palabra, sin un sonido, Aidan la subió al piso de arriba y la depositó sobre un lecho con dosel, cubierto de terciopelo negro. No despertó. Cerraron la puerta tras ellos.
El resto de la noche fue inmóvil. No tenían sueño. No realmente. El cuerpo pedía descanso, pero la mente… la mente trabajaba. Incansable. Preguntas se escribían en la oscuridad: ¿Quién era ella? ¿Por qué Versias la quería viva? ¿Qué era eso que habían traído aquí? Y mientras las horas se estiraban, sus miradas se perdían en el techo o en las tinieblas, buscando una respuesta.
Ninguna llegó.
El día pasó como una sombra lenta sobre los muros de la mansión. Y cuando el sol empezó a caer tras las copas del dominio, la joven por fin se movió. Su respiración cambió. Entrecerró los ojos. A sus pupilas les costaba adaptarse a la luz dorada del crepúsculo. La cabeza le daba vueltas. El cuerpo le pesaba. Intentó incorporarse, pero tuvo que recostarse de nuevo un instante, el corazón latiendo con fuerza.
Una cama. Sábanas suaves. Sin ataduras. Sin cadenas. No estaba encerrada. Extendió las manos frente a ella. Ninguna herida. Ninguna marca. ¿Un sueño? Se dio una bofetada. El dolor fue agudo. Muy real. Se incorporó de golpe, jadeando.
Y se le cortó el aliento.
La habitación era hermosa. Inmensa. Muebles antiguos, madera oscura, alfombras orientales, dorados delicados. Cortinas gruesas dejaban filtrar la luz del final del día, envolviendo la pieza en una penumbra ámbar y densa. Nada estaba sucio. Nada era caótico. Todo estaba… en orden. Demasiado en orden.
¿Dónde estaba? ¿Quién la había traído? Rebuscó en sus recuerdos. Nada. Vacío. Excepto una imagen borrosa, turbia, como vista a través del agua: un hombre. Una jeringa. Y oscuridad.
—¿Qué pasó? ¿Dónde estoy?
El murmullo resonó débilmente en la habitación, como si no tuviera derecho a existir. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Se levantó, se vistió con la ropa doblada a su lado, echó un vistazo a su alrededor y encontró una bolsa apoyada ahí, como dejada al azar. La tomó. No sabía lo que contenía, pero necesitaba algo que sujetar. Un peso. Un ancla.
Abrió la puerta.
El pasillo se extendía frente a ella, largo, alto, con un silencio aplastante. El parquet brillaba. Las paredes estaban cubiertas de retratos antiguos, todos demasiado bien conservados. Ojos la observaban, o al menos eso parecía.
Bajó lentamente la escalera, el aliento corto. Ni un ruido. Ni una voz. Ni un movimiento. Una mansión. Pero, ¿dónde estaban los demás? ¿Era una trampa? ¿Una ilusión? ¿Una jaula de oro?
Aceleró el paso. Tenía que salir. Ver el cielo. Sentir el viento. Lo que fuera. Aunque fuera la calle, aunque fuera barro.
Pero de pronto, una voz surgió a sus espaldas. Calma. Grave.
—Así que por fin despertaste.
Se giró al instante.
Y se quedó paralizada.
Una silueta larga y recta ocupaba el pasillo. Una piel pálida como un cadáver, ojos tan inexpresivos como piedras negras, y una postura tan erguida que evocaba una hoja levantada. No lo había sentido llegar. Ni un sonido, ni un aliento, ni un olor.