Libro 1: Renacimiento

Capítulo 18: El monstruo por encima de los monstruos

Sylldia inhaló profundamente. Una bocanada larga, temblorosa, cargada con el sabor acre de la victoria. Lo había logrado. Lo había hecho. El corazón del vampiro había cedido bajo la estaca. Había vengado a Dergon.

Un vértigo la sacudió en cuanto la tensión abandonó su cuerpo. En ese vacío repentino, algo más se deslizó: el alivio, la euforia, un escalofrío de justicia cumplida. El dolor seguía allí, pero por un instante, se alejaba. Se sentía libre. Fuerte. Invencible. La venganza le daba esa ilusión de poder, ese respiro frente al duelo. Era embriagador. Pero sabía que ese sentimiento no duraría.

La herida era demasiado profunda para desaparecer. No cicatrizaría con sangre derramada. Sin embargo, conservaba esa imagen: la estaca hundida en el pecho de Aidan, sus dedos crispados, y el silencio que había seguido.

Y de pronto, un espasmo.

Retrocedió, sobresaltada. Se había movido.

Aidan, que debía estar muerto, abrió los ojos en un último estremecimiento. Su mano helada atrapó la de ella y, en un gesto lento, casi ritual, la colocó contra su frente. Quiso gritar, apartarse, pero ya todo se desmoronaba.

Una marea negra la invadió, y se hundió.

No cayó. Fue absorbida.

El mundo a su alrededor se disolvió y, en ese espacio suspendido, comprendió. Lo que vivía no era una ilusión. Él la había arrastrado dentro del eco de su memoria. Veía a través de sus ojos.

—¿Qué es esto? —susurró, con el corazón desbocado.

La noche se formó a su alrededor. Un bosque antiguo, árboles mudos, y Aidan, solo, vagando entre las sombras. Algo lo llamaba. Una voz, ancestral, imperiosa, lo desgarraba por dentro. Sentía su confusión, su angustia, un miedo tan violento que se volvía asfixiante. Luego, el ataque.

Un rugido rasgó el aire, y los cielos se abrieron. El dragón apareció, inmenso, espectral, resplandeciente de luz blanca. Se lanzó sobre él sin dudar, desatando su furia. La tierra tembló. El cielo aulló. Y Aidan, atrapado en la tormenta, no podía hacer nada.

Ella lo sintió todo.

La mordida de la magia dracónica. El yugo de la muerte. El terror crudo, brutal, primitivo. Había creído morir. Y en ese derrumbe absoluto, algo dentro de él despertó. Una fuerza enterrada, antigua, salvaje. La liberó en un último grito de rechazo.

Y la tormenta se apagó.

La luz se desvaneció, y el dragón descendió. Se transformó. Una silueta femenina emergió de la bruma: Dergon. Viva. Serena. Humana. Le habló con respeto, sin miedo. Sabía lo que hacía. Sylldia revivió su intercambio, cada palabra, cada mirada, cada silencio.

Luego, lo inconcebible.

Dergon le ofreció su vida. Se entregó a él. Por voluntad propia. Le pidió que la absorbiera.

Sylldia quedó inmóvil, el alma hecha pedazos.

—No puede ser… ¿pero por qué? —murmuró.

La verdad la aplastó con un peso brutal. No era un sueño, ni una trampa, ni una manipulación. Era real. Dergon había elegido morir de esa forma. Había ofrecido su cuello a la bestia. Había entregado su poder a Aidan… voluntariamente.

Otra oleada de recuerdos volvió a arrasarla.

Ya no eran los pensamientos de Aidan, sino los de Dergon. Fragmentos de una vida sencilla, dulce, colmada de risas y penas compartidas. Su vida juntos. Las mañanas tranquilas. Las noches de miedo. Los gestos tiernos. Las palabras que reconfortaban. El amor incondicional.

Sylldia sintió que las piernas le fallaban. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué he hecho? —susurró.

El dolor ya no la atravesaba. La ahogaba.

Y la respuesta llegó, pero no desde un recuerdo, ni desde una voz interior. Llegó desde él.

—Algo que creíste justo.

Se quedó inmóvil. La sangre se retiró de su rostro. La garganta se le cerró, y el corazón le golpeó el pecho como si intentara escapar. Él hablaba. Estaba vivo.

Retrocedió un paso, los ojos muy abiertos, incapaz de apartar la mirada del cuerpo que creía haber dejado sin vida. Aidan no era un recuerdo, ni un fantasma en busca de justicia. Estaba allí, de pie, su mirada helada anclada en la suya.

—Tranquila —dijo con calma—. No soy un espectro. Hace falta más que un pedazo de madera para acabar conmigo.

Con un movimiento lento, casi ceremonial, agarró la estaca aún clavada en su pecho y la arrancó. La madera se deslizó fuera de su carne con un sonido viscoso, luego cayó al suelo con un golpe seco. No hizo una mueca. No había rastro de dolor. Solo un silencio calmo, soberano.

La estaca no había sido suficiente. No era un vampiro cualquiera. De sangre pura, de un linaje antiguo, no moría con tanta facilidad. El arma no había sido más que una parálisis momentánea. Una simple torpeza.

Un alivio turbio invadió a Sylldia. Ya no sabía si debía llorar o dar gracias al cielo. Estaba vivo. Aquel a quien Dergon había confiado su fin… aquel que la había absorbido en un acto final de voluntad. Seguía allí.

Y ella lo había atacado.

Bajó la mirada, avergonzada.

—Lo siento… de verdad lo siento por haber intentado matarte. Creí… creí que la habías tomado por la fuerza. Que la habías destruido. Cuando entendí, cuando sentí… todo se derrumbó. Solo quedó la rabia. Y quise vengarla. Nunca supe… lo que realmente te había ofrecido.

Su voz era baja, quebrada, ahogada por la vergüenza. Habría querido desaparecer. Él la observaba en silencio. No había juicio, ni frialdad. Solo una forma de atención extraña, contenida.

—Entonces, ¿Dergon era tu madre?

Asintió con la cabeza, un poco más firme.

—No de sangre, no. Pero… fue ella quien me crió. Quien me protegió. Era todo lo que tenía. Más que una madre. Una brújula. Una armadura. Una luz.

Él asintió lentamente. En el fondo, ya lo intuía. Los fragmentos del alma de Dergon, aún dentro de él, la habían reconocido. Por eso le había parecido tan familiar. Por eso nunca pudo verla como a una extraña. Una parte de él había sentido a la niña que Dergon había dejado atrás. Y había sentido, en ese vínculo silencioso, la voluntad de proteger lo que quedaba de ella.




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