Libro 1: Renacimiento

Capítulo 19: Aal, El vampiro negro

Estaba erguido, inmóvil, silueta de sombra en el corazón del bosque estremecido. El vampiro negro observaba a sus enemigos sin parpadear, sin el más mínimo movimiento superfluo. Su rostro seguía impasible, liso como una tumba sellada, pero dentro de él rugía una tormenta. Una ira fría, tenaz, forjada a lo largo de siglos de humillación y odio. Marceau, Léoda, Assdan… Estaban allí. Todos. Los nombres que soñaba con borrar de la historia. Y sin embargo, no se movía.

Marceau avanzó sin dudar, la cabeza alta, el paso de un rey en territorio conquistado.

—Ha pasado demasiado tiempo, viejo hermano.

La palabra fue escupida sin emoción, como si evocara un recuerdo sin valor. Pero la energía que emanaba de él traicionaba otra cosa. Una fuerza contenida. Mortal. El aire se volvió más denso, los sonidos más lejanos, como si el mundo contuviera el aliento.

—No ha pasado tanto para mí, traidor —respondió el vampiro negro con una voz cavernosa, sin elevar el tono. Su mirada, en cambio, se endureció aún más al cruzarse con la de Léoda. Un odio puro, orgánico, sin rodeos—. No tendré paz hasta reducir tu linaje a polvo.

A su alrededor, la oscuridad se espesaba, se torcía, se compactaba. Una materia viva, viscosa, más negra que la noche, emergía de sus palmas, del suelo, del aire mismo. El poder del vampiro negro no era deslumbrante. No brillaba. Devoraba la luz.

Frente a él, Léoda dio un paso al frente.

—¿Y entonces qué esperas? —lanzó—. Aquí estamos. Todos. Termina lo que finges haber empezado… si te crees capaz.

Las palabras estallaron en el aire como cadenas rotas.

El bosque gimió.

El suelo vibraba bajo la tensión. Las raíces comenzaban a asomar, como intentando huir. Los árboles se inclinaban, el viento giraba. De un lado, el poder helado de Léoda, cortante como la mordida de un invierno eterno. Del otro, el de Marceau, pesado, vasto, ardiendo con una autoridad inexorable. Juntos, tejían alrededor del vampiro negro una trampa invisible. Un círculo de lo ineludible.

Él lo sentía.

No era idiota. No esta noche. No frente a ellos. Eran cuatro. Y él solo. Incluso contra Marceau en un duelo singular, el resultado habría sido incierto. Pero enfrentado a todos esos monstruos de poder, a Léoda y su resolución glacial, a Robert y sus garras siempre listas, al mayordomo cuya aura vibraba en las grietas mismas de la realidad… aquello ya no era un enfrentamiento. Era una ejecución.

Un gruñido de rabia se le escapó.

No tenía elección. Habría querido gritar, aplastar, morder. Pero la supervivencia hablaba más fuerte que el orgullo. Por ahora.

—Mi venganza… puede esperar —murmuró entre dientes, con la voz cargada de veneno.

Y en un suspiro de sombra, desapareció.

Entonces atacaron.

Marceau alzó la mano, y la gravedad misma pareció doblarse bajo su voluntad. Una fuerza invisible se abatió sobre el claro, aplastando el aire, hundiendo el suelo, intentando clavar la sombra contra la tierra como a un insecto bajo una losa. En el mismo instante, Léoda lanzó una salva de lanzas de hielo, afiladas, puras, centelleantes como colmillos celestes.

Pero en el instante siguiente, una marea negra se alzó alrededor de su objetivo.

Un velo de tinieblas, denso, impenetrable, se desplegó en torno al vampiro negro en un torbellino de sombra gélida. Los proyectiles lo atravesaron sin encontrar carne. La presión se desmoronó. Y cuando el velo finalmente se disipó, ya no quedaba nada.

Ni un soplo. Ni un rastro. Solo un vacío helado.

—Consiguió escapar… otra vez —murmuró Léoda, la voz baja, pero tensa.

—Sí —respondió Marceau, sin disimular la nota de irritación en su tono.

Permanecieron un momento inmóviles en el silencio. El viento volvía a girar, ligero, como si el bosque recobrara el aliento. Pero bajo la superficie, la frustración rugía. Siglos llevaban persiguiéndolo, intentando abatirlo. Otro fracaso. Otra desaparición.

Pero no eran ellos los más afectados.

Robert, que había permanecido en la retaguardia hasta entonces, observaba el punto donde su enemigo había desaparecido. Su mandíbula estaba apretada, los puños cerrados. No decía nada, pero todo en él gritaba. Una rabia fría, tensa, febril. Un deseo de muerte demasiado intenso para ser solo deber. Marceau lo observó brevemente, sin decir palabra, pero su mirada se detuvo un segundo de más.

Algo no cuadraba.

—Regresemos a la mansión —ordenó al fin, con una voz cortante como una hoja sellada.

Su mirada se posó brevemente sobre Aidan, aún de pie, ensangrentado… pero vivo.

Luego, sin decir nada más, abandonaron la colina.

La sombra se había retirado, por esta noche. Pero el verdadero combate… apenas comenzaba.

*

El silencio, en el salón, era casi físico. Estaban todos allí —Assdan, Robert, Aidan y sus padres— sentados en círculo, cada uno encerrado en sus pensamientos, sus miradas cruzándose más con las sombras que entre sí. El aire estaba tenso, saturado de cosas no dichas. Entonces, Léoda habló. Su voz cortó el espacio como un fragmento de hielo.

—¿Va alguno de ustedes a explicarnos, por fin, por qué tuvimos que salvar a Aidan de las garras del mismísimo vampiro negro?

No había ni ira ni sarcasmo en su tono. Solo una frialdad cortante. La impaciencia de una soberana ante lo absurdo.

Todo había ocurrido demasiado rápido. Poco después de la escapada de Aidan fuera de la mansión, sus padres habían llegado a Thenbel. La inestabilidad sobrenatural que crecía sobre la ciudad los había alertado. Habían venido a cazar a un monstruo. A rastrear la pesadilla de otra era. Pero no habían previsto encontrarlo tan pronto. Ni hallarlo aplastando a su propio hijo.

Lo que los había guiado hasta esa colina no había sido el azar. Fue el eco de un poder demasiado familiar, el llamado de una sangre en peligro. El bosque rezumaba muerte. Y cuando sintieron aquel estallido de energía deformada, mezclado con la de Aidan, comprendieron. Tal vez demasiado tarde. Pero a tiempo para evitar lo peor.




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