Atónito. La palabra retumbaba en la mente de Aidan como un yunque que cae con violencia en un pozo ya colmado. Atónito por las revelaciones, por la sangre derramada, por los fantasmas desenterrados. Nada lo había preparado para esto. El pasado se le abría como una herida antigua arrancada de cuajo: la historia de un vampiro negro maldito por el odio, de una familia rota, de amistades traicionadas y de juramentos desgarrados.
No había sabido nada. Nada había sospechado. Ni las verdaderas raíces de sus padres, ni el vínculo monstruoso que lo unía a Aal. No era solo una guerra contra Versias, ni siquiera contra el caos. Era una querella de sangre, de venganza y vergüenza, un eco ancestral que lo devoraba sin haberle pedido jamás su consentimiento.
Todo su ser temblaba. Visiones borrosas se mezclaban con verdades demasiado nítidas. Una certeza, sin embargo, se imponía: Aal lo había querido muerto desde antes de su nacimiento, como si hubiera sido concebido para ser una ofrenda, un símbolo que debía romperse. Habría querido darle la espalda a ese destino, rechazar el papel que se le imponía, pero el universo no le ofrecía alternativa. Y esta vez, la guerra llevaría su nombre.
—Aal... —susurró. El nombre salió como un veneno. Ya no era un simple enemigo. Era una cicatriz. Una maldición. Un tío deformado por el exilio y el odio. Un monstruo, sí... pero no nacido monstruo.
Aidan comprendía. Y quizá eso era lo más terrible. Comprendía esa rabia, ese dolor, esa necesidad de existir en un mundo que lo había condenado desde el inicio. Sentía esa misma oscuridad, ese abismo que llaman venganza y que lo traga todo. Pero jamás, no, jamás permitiría que Aal redujera Sylldia a cenizas para calmar sus heridas. Ese pasado no le correspondía expiar. Rechazaría morir por pecados que no había cometido.
—Ese bastardo... —gruñó Léoda, con los ojos ardiendo en un fuego antiguo.
Ella también llevaba las cenizas de una masacre. Aal no era solo un hermano perdido. Era el verdugo de su estirpe, el demonio que había arrancado a su familia de la vida, de la inocencia. Aún recordaba los gritos, la sangre, los cuerpos. Recordaba el miedo, la impotencia. Y si Marceau no hubiera llegado aquella noche, ella no estaría viva para contarlo. Hoy, Aal casi le había arrebatado otra cosa: su hijo. Esa herida era aún más intolerable.
—Nunca habrá paz mientras respire —dijo con una voz serena, pero afilada como el hielo.
—Lo sé —respondió Marceau. Su voz, grave, vibraba con una promesa. Llegará el día en que no pueda seguir huyendo. Y ese día, lo borraremos de este mundo.
Todos sabían que ese día se acercaba. Desde hacía siglos, Aal aparecía como un espejismo sangriento: golpeaba, y luego desaparecía sin dejar rastro. Cada aparición era única, brutal, imprevisible. Jamás actuaba dos veces de la misma manera, jamás en el mismo lugar, jamás bajo las mismas condiciones. Era como una leyenda viva, inasible, siempre un paso adelante de quienes lo perseguían.
Y sin embargo, una tensión nueva flotaba en el aire. Algo estaba cambiando. Algo rugía a lo lejos, como una guerra que empieza a tomar forma en el horizonte: primero un estremecimiento, pronto una tempestad.
La guerra ya no era un rumor. Respiraba a través de los muros.
Al pensarlo, Robert dejó escapar un suspiro lento, casi imperceptible, pero que vibró hasta en las piedras del viejo caserón.
—Si tan solo supiéramos cuándo… y dónde volverá a aparecer. Con algo de suerte, quizá sea más pronto que de costumbre.
Su voz, aunque serena, se propagó como una ola helada. Una brisa de resignación recorrió las siluetas tensas. Decía en voz alta lo que muchos temían en silencio. Y tenía razón. Léoda, Marceau, y tal vez incluso todo el Consejo estaban en Thenbel: una trampa a cielo abierto tendida para Aal. Jamás regresaría tan pronto. No era su estilo. No con tantos enemigos reunidos. En condiciones normales.
Pero esta vez, nada era normal.
—Va a volver.
La voz de Aidan cayó como una sentencia.
El silencio se desplomó sobre la sala, denso, casi tangible. Todos se giraron hacia él. Marceau alzó apenas una ceja. Léoda, inmóvil, buscaba en los ojos de su hijo un detalle, una fisura, una duda. No había ninguna. La mirada de Aidan era fija, cortante, extrañamente tranquila. No proponía una hipótesis. Anunciaba un hecho.
Nadie respondió. No de inmediato. Luego el tigre real se movió, lentamente, su voz áspera rompiendo el silencio.
—Seguramente ya está lejos. ¿Crees que ignora nuestra presencia aquí? Aal nunca comete el mismo error dos veces. Por eso nunca lo hemos atrapado. Sabe desaparecer. Conoce las sombras.
Un murmullo de aprobación recorrió a los presentes. Pero Aidan no se movió.
—No. Todavía está aquí. O está regresando. Y esta vez, no vendrá solo. Reunirá un ejército. Atacará con más fuerza, más rápido. Sabe que ustedes están aquí. Y es precisamente por eso que volverá.
Su voz vibraba con una convicción fría. No rogaba. Afirmaba. Algo en él había cambiado. Una tensión extraña se había instalado en su porte, en la rigidez de su mandíbula. Y no era miedo.
Todos lo miraban ahora con desconfianza. Incluso Léoda, tan pronta a defender a su hijo, fruncía el ceño. ¿Por qué tanta insistencia? ¿Por qué esa repentina obsesión por retenerlos en Thenbel? ¿Era miedo? ¿El deseo inconsciente de estar protegido por sus padres? No. Lo que leían en sus ojos no tenía nada de súplica. Era un muro.
Y entonces, sus ojos se deslizaron lentamente hacia Assdan.
El mayordomo, imperturbable como siempre, sostuvo su mirada sin pestañear. Y en ese silencio contenido, Léoda comprendió. Algo no cuadraba. Algo más profundo que un simple presentimiento.
—¿Qué están ocultando? —dijo con frialdad—. ¿Qué está pasando realmente aquí? Quiero la verdad. Ahora.
Un silencio aún más denso cayó sobre la sala.
Aidan no apartó los ojos de Assdan. El silencio se prolongó un momento más, luego habló.