La brisa, fría y ácida, se colaba por las rendijas de la vieja taberna como una hoja invisible, arrastrando tras de sí el olor metálico de una tormenta en formación. En el interior, todo parecía congelado. Ni un vaso tintineó, ni una silla crujió. El mismo aliento del tiempo parecía suspendido, como si se negara a cargar con las últimas palabras pronunciadas en esa sala.
Una alianza.
Esa simple palabra, caída de la boca de un vampiro, había sido un sismo. Sacudía los cimientos de un mundo milenario, hacía temblar los muros invisibles del odio ancestral, ponía en duda siglos de orden establecido, de instinto grabado en la carne. Cazadores y vampiros. Depredadores y presas. Dos polos opuestos, dos líneas de sangre destinadas a no cruzarse jamás, excepto en la muerte. Y sin embargo…
La mirada de Aidan no vacilaba. Clavada en la de Carlos, permanecía serena, imperturbable, habitada por ese extraño fulgor que no era ni provocación, ni desafío —sino una resolución antigua, casi dolorosa. Una pasión muda. Una necesidad.
Pero los demás no compartían su paciencia.
—¿Una alianza con ustedes? Jamás. ¿Cómo te atreves, vampiro? —escupió Nicolás, con la voz temblando de rabia contenida.
—¿De verdad crees que vamos a pactar con el enemigo? Nuestro deber es cazarlos, purificarlos de esta tierra. Nos insultas, monstruo —añadió Brasley, la mandíbula tan tensa que parecía a punto de romperse.
Se alzaron voces de protesta, las sillas chirriaron. Algunos ya se habían puesto de pie. Las manos rozaban empuñaduras de armas. La indignación se filtraba por todas partes, como un fuego lento bajo las tablas del suelo. La propuesta de Aidan había sido un sacrilegio. Una ofensa a la sangre, a la historia, a la memoria. Un acto de blasfemia.
Y sin embargo, en medio de esa furia, algunos permanecían en silencio.
Canoë observaba a Aidan con una fascinación inquieta, casi alquímica. La criatura que había soñado estudiar, aquella que jamás creyó conocer en persona, estaba justo frente a ella. Claire, Hex, Rose… todos estaban inmóviles, paralizados, incapaces de decidir entre el miedo, la fascinación y el horror. Draven y Queen, en cambio, no se movieron ni un centímetro. Ni sorpresa, ni furia. Solo una tensión alerta. Carlos los notó. Su falta de reacción. No olvidaría.
Entonces Nicolás, arrastrado por su propia furia, dio un paso de más.
—Deberíamos matarlo ahora mismo. Hacerlo callar, aquí y ahora.
Un rayo de tensión electrificó el aire. Varios cazadores ya habían desenvainado. El mayordomo a la sombra de Aidan no se había movido, pero sus ojos se oscurecieron. Los rehenes hipnotizados, inmóviles como estatuas de cera, bastaban para disuadir cualquier ataque —pero el instinto seguía listo. Una sola chispa, y el infierno estallaría.
Y fue Carlos quien puso fin al caos.
—Basta.
Una sola palabra, cortante, y todo se calló. Su autoridad era una campana de acero cayendo sobre sus sienes, obligándolos a detenerse.
—Él se ha presentado aquí por una razón. Así que vamos a escucharlo. Hasta el final.
El silencio cayó de nuevo, más denso que nunca. Carlos ya no miraba a los demás. Sus ojos, de un azul cortante, no se apartaban de los de Aidan. Dos mundos, dos soberanías, dos rostros endurecidos por la guerra, se evaluaban en una tregua tan tensa como el filo de una navaja.
Aidan no desvió la mirada.
Y alrededor de ellos, el Ónix contenía el aliento.
—Te encuentro bastante presuntuoso, joven vampiro. ¿Acaso tus padres no te enseñaron cómo funciona nuestra sociedad? ¿O simplemente te burlas de todos? —lanzó Carlos, con una voz serena pero afilada, como una hoja contra la garganta.
Aidan no se inmutó. Había esperado ese ataque. Lo recibió con una leve sonrisa en los labios, un destello irónico en la mirada.
—Oh, sí. Me lo enseñaron. Mejor que nadie —respondió con un tono falsamente ligero—. Los vampiros cazan, se alimentan, manipulan las sombras. Los cazadores surgen, nos rastrean, nos eliminan. Es simple. Ustedes son los limpiadores, nosotros la plaga. Un ciclo ancestral, perfectamente engrasado.
Su tono era burlón, casi afectuoso. Pero la provocación estaba ahí, clara, medida. Halagar para luego pinchar. Un espejo tendido con descaro. Observaba los rostros a su alrededor: tensos, cerrados, a punto de estallar. Y eso le convenía.
Carlos esbozó una sonrisa helada.
—Has aprendido bien la lección, sin duda —se enderezó levemente—. Y aun así, te atreves a venir aquí… a proponer una alianza. Me pregunto si estás loco, si eres un inconsciente… o simplemente un ingenuo.
La sala no se movía. Una tensión húmeda se espesaba entre las mesas, una espera ardiente. Todos contenían la respiración. Draven, Claire, incluso Queen… nadie parecía dispuesto a hablar. Pero cada mirada estaba clavada en él.
Aidan respiró lento, profundo. Sintió esa vibración, ese vértigo de soledad cuando uno es el único que aún cree en una causa. Sabía lo que veían en él: un príncipe vampiro caprichoso, arrogante, perdido en sus delirios de grandeza. Y sin embargo, no titubeaba. Ni por un segundo.
Un movimiento discreto llamó su atención. Assdan, aún en la sombra, le hizo una seña breve. El momento se acercaba. La hora. Solo quedaban unos latidos antes de que todo cambiara.
Aidan alzó la mirada hacia los civiles, luego la posó un instante sobre Rose. Finalmente, volvió a hablar.
—Mi familia ha vivido aquí por siglos. Defendió esta ciudad cuando nadie más veía el peligro. En los rincones olvidados, en las alcantarillas, en los bosques infestados… luchamos contra la oscuridad. No por gloria, sino porque era lo correcto.
Silencio.
—¿Y quieres que te aplaudamos? —se burló Brasley, desde más lejos—. ¿Una medalla, quizá?
Aidan apenas giró la cabeza hacia él, el desprecio contenido en un simple parpadeo. Pero no respondió. Ese hombre no valía la pena.
—Lo que quiero es que entiendan. Ustedes, cazadores, nos odian. Nosotros los odiamos también. Pero hay algo, solo una cosa, que ambos clanes desean más que la venganza: proteger esta ciudad. Preservar la vida de los inocentes. Y hoy, esa paz que ustedes defienden, esa ciudad que yo también protejo… está en peligro.