Libro 2 : Sangre Maldita (version nueva completa)

Capítulo 1 – Ima

Inmóvil, con la respiración entrecortada, Aidan contemplaba la silueta frente a él.
Ima.

El mundo se detuvo, apenas un instante. Una detonación silenciosa estalló en su pecho. Quiso parpadear, pero no se atrevió. Temía que ella desapareciera. Estaba allí. Viva. Real. La mujer que había amado en otra vida. En otra época. En otro mundo.

Su corazón se encogió. Ese rostro… esa sonrisa, dulce y luminosa… esa mirada —la misma de antes, cargada de una ternura que pensó no volver a ver jamás. Era ella. Y era imposible.

No era un sueño. No era una ilusión. No. Estaba seguro. Estaba lúcido. Bien despierto. Y, sin embargo… todo dentro de él tambaleaba.

Una felicidad feroz lo invadió. Y, de inmediato, le siguió una angustia abrasadora. Porque si Ima estaba allí, entonces ella también… había sufrido. También había muerto. Como él. Y había llegado a este mundo —este mundo de pesadillas y monstruos. Un mundo donde los dioses callaban y los vivos mataban para respirar un día más.

¿Y él? Él se había convertido en uno de esos monstruos. Un vampiro.

Aidan dio un paso hacia ella. Despacio. Cauteloso. Quería abrazarla. Quería creer. Pero había aprendido. Aprendido a dudar. Aprendido a sobrevivir.

Esa mujer… se le parecía demasiado. Su voz. Sus gestos. Incluso sus silencios. Pero nada probaba que fuera realmente ella. Y en este mundo, los recuerdos eran trampas peligrosas.

— ¿Ima…? ¿Eres tú de verdad?

Su voz salió más serena de lo que hubiera imaginado.

La joven sonrió, una sonrisa de una dulzura desgarradora.
— Sí, Alfred. Soy yo.

Ese nombre. Una punzada en el pecho. Alfred Valgas. Un nombre que había dejado atrás, como un cadáver.

Ella avanzó, los brazos extendidos. Lista para abrazarlo. Para borrar la distancia.
Pero Aidan retrocedió.

— Ya no me llamo Alfred —dijo con firmeza—. No ahora. Soy Aidan.

Un frío se deslizó entre ellos. Un estremecimiento de dolor en los ojos de Ima.
— Ya veo… Lo siento. No me crees, ¿verdad? Tienes miedo de mí.

No respondió. No tenía miedo. Pero estaba alerta. Porque aquí, la verdad podía llevar la máscara del amor. Y hasta un rostro amado… podía ocultar una daga.

El príncipe vampiro no respondió. Y ese silencio lo decía todo.

Ima inhaló lentamente, una mano sobre el pecho, como si intentara calmar un corazón desbocado. Dio un paso. Ligero. Medido.
Pero Aidan no se movió. Seguía en guardia. Los brazos listos para rechazar. Los colmillos casi listos para morder.

Entonces ella habló. No para defenderse. Sino para encender un recuerdo.
Alfred… Perdón. Aidan. En fin.

Se encogió de hombros, una sonrisa casi nerviosa en los labios.
— ¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos? Fue en el laboratorio. Yo era nueva, estaba perdida, aterrada. Fallé en un análisis simple. De rutina. Y los demás me miraban como si fuera un bicho raro. Juraba que me iban a echar ese mismo día.

Hizo una pausa, la mirada perdida en la distancia. Pero su voz seguía firme, sincera, anclada en un pasado que aún ardía.

— Y fue entonces cuando llegaste. Me ayudaste sin decir nada, sin burlas. Me mostraste cómo hacerlo, con calma. Y después de eso… nunca dejaste de acudir a mi rescate. Con los colegas. Con el jefe. Conmigo.

Sus ojos volvieron hacia él. Brillaban. No de lágrimas, sino de recuerdos.

— Siempre estabas ahí. Amable. Discreto. Quizá demasiado amable.

La máscara de frialdad de Aidan se resquebrajó. Apenas. Un estremecimiento en la comisura de los labios.

— ¿Amable, eh? Quieres decir: el saco de boxeo del equipo.

Su voz era baja, burlona. Pero sonreía. De verdad.

Ima rió. Una risa suave, ligera, que vibró en el aire tenso como una nota de esperanza.

— No digas eso. No eras un saco de boxeo. Eras el pilar de ese maldito laboratorio.

Avanzó un paso más.

— Nos hacías reír, siempre encontrabas las palabras justas. Nos cubrías, nos salvabas. Todos te admirábamos. Yo, sobre todo.

Bajó la mirada un instante, luego la levantó con suavidad.

— Y luego… un día, ocurrió lo impensable.

El tono cambió. También su mirada. Un velo oscuro se deslizó por sus ojos, borrando la sonrisa, reemplazando la ternura por una melancolía cruda. Y Aidan lo sintió —como una daga dulce y amarga que se hundía lentamente. Un dolor antiguo, profundo.

Volvió a hablar. Despacio. Como si cada palabra le arrancara un pedazo del alma.

— Esa mañana… fui la primera en llegar al laboratorio.

Tragó saliva. Aidan no se movía.

— Estabas ahí. Tendido en el suelo. En un charco de sangre. Tu sangre.

Su aliento tembló. Su voz también.

— No te movías. Ya no respirabas. Tu cuerpo estaba frío, sin vida. Estabas muerto.

Un silencio.

— Muerto de cansancio… y solo.

Sus labios temblaban ahora, pero siguió hablando.

— Sentí que el corazón se me iba a romper. Me sentí culpable. Y aún me siento así. Te dejamos hacerlo todo, cargar con todo. Yo también. Dejé que me ayudaras una y otra vez… cuando ya estabas al límite.

Negó con la cabeza, los ojos llenos de humedad.

— Sabía que estabas agotado, Alfred… pero te dejé seguir. Y moriste. Por nosotros. Por mí.

Bajó la mirada. La última palabra fue un susurro.

— Nunca voy a perdonarme eso.

Un silencio pesado cayó sobre el mundo. Un silencio en el que cada palabra pronunciada aún resonaba en las piedras, en el aire, en los huesos. El viento sopló. Un viento helado. Más frío que la muerte. Más afilado que un reproche.

Aidan no habló. No le hacía falta. Se acercó.

Y en un gesto silencioso, la abrazó. La apretó contra su pecho. Fuerte. Como quien retiene algo precioso que creía perdido. Como quien se aferra a un recuerdo para no hundirse.

— No estés triste… ahora estoy aquí.

Un murmullo. Un suspiro de disculpa.

— Y lo siento… por todo el dolor que te causé.




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