La biblioteca, vasta y silenciosa, parecía haberse replegado sobre sí misma. El aire era denso, saturado de un peso invisible, como si las propias paredes contuvieran la respiración. Los miles de libros alineados en lo alto temblaban suavemente bajo el peso de los recuerdos encerrados en sus páginas.
Dos siluetas se enfrentaban.
Aidan, sentado tras el escritorio, la mirada fija.
Assdan, de pie a unos pasos, erguido, los brazos cruzados tras la espalda, como siempre. Pero nada era como siempre.
El silencio, profundo, extraño, se extendía aún. No molestaba. Oprimía. Un silencio de porcelana, tenso hasta el quiebre.
Sus miradas se sostenían con una inmovilidad casi irreal. Sin destellos. Sin ira. Solo dos llamas lentas observándose, cada una esperando que la otra titubeara. Y ese frío, siempre presente, reptando entre los estantes, como si el invierno mismo se hubiera deslizado entre los libros.
Entonces Assdan dio un paso. Solo uno. Pero el sonido de su suela sobre el suelo rompió el equilibrio del silencio como una piedra en un lago helado.
—Joven amo… ¿necesita algo?
La voz era serena, mesurada, impecablemente cortés. Pero hueca. Como la de un hombre que interpreta su papel con la precisión de una máscara demasiado bien cosida.
Aidan no respondió. Seguía mirándolo. No con dureza. No con reproche. Sino con una intensidad que perturbaba. Buscaba algo en ese rostro que conocía demasiado bien. Algo que temía encontrar.
El silencio retomó su lugar, deslizándose entre ellos. Más que un vacío: una espera.
Luego, lentamente, Aidan bajó la vista hacia el libro que tenía frente a él. Su mano se deslizó sobre la cubierta gastada, acarició las letras doradas borradas por el tiempo. Las Crónicas de Liamdaard. Un viejo compendio de cuentos y mitos. Historias de grietas, de mundos paralelos, de almas que cruzan fronteras prohibidas.
Assdan lo reconoció de inmediato. Su respiración se estrechó apenas un milímetro.
Ese libro había sido, en otro tiempo, una voz en la noche. La que usaba para dormir a un niño vampiro que temía la oscuridad. Se vio a sí mismo, años atrás, con el tomo entre las manos, sentado al pie de la cama de un Aidan más joven, mucho más frágil, que siempre pedía el mismo cuento: La Leyenda de los Dos Mundos.
Un cosquilleo de memoria. Un calor doloroso. Pero no dejó que nada se notara. Permanecía allí, erguido, casi inmóvil. Sin embargo, Aidan lo había sentido. El leve movimiento en la pupila. La tensión que pasaba de un hombro al otro. El estremecimiento del recuerdo.
Levantó la mirada. Y esta vez, su voz cortó el silencio.
—Recuerdas esa leyenda, ¿verdad? Me la contabas seguido. Ahora parece tan lejana…
Sin acusación. Todavía no. Solo una pregunta lanzada al vacío.
La duda lo asaltó sin piedad, como un cuchillo invisible hundido bajo sus certezas. Un pensamiento impertinente, insolente, le arañaba la mente:
¿Es realmente el joven amo que siempre he conocido? ¿Aquel al que acompañé, protegí, observé durante todos estos años?
Ya no lo sabía. Pero la respuesta se acercaba, lenta, inevitable.
Y en medio de ese caos interior, una verdad se impuso. Aidan lo sabía. Lo sabía todo. Había comprendido que el mayordomo lo había seguido, que había escuchado la conversación — que ahora conocía la verdad sobre su vida anterior. Eso lo explicaba todo. El libro, sacado y dejado allí como un tótem. La espera silenciosa. No era una casualidad. Era una invitación. Una prueba.
Assdan sintió una sombra helada deslizarse bajo su piel. Una confusión extraña, casi vergonzosa, lo atravesó. Se irguió. Listo. Listo para enfrentar lo que fuera — incluso lo peor.
Un sonido apenas perceptible rompió el hilo de sus pensamientos: el roce de las páginas al pasar, el susurro discreto del papel. Aidan hojeaba las hojas del viejo grimorio con lentitud, hasta que el movimiento se detuvo. Había encontrado lo que buscaba.
Entonces, con un tono calmo y ceremonial, comenzó a leer. Su voz, grave y baja, resonó como un canto antiguo en la inmovilidad de la sala.
—La Leyenda de los Dos Mundos.
Hace mucho tiempo, los hombres vivían en serenidad, en el corazón de un mundo fantástico poblado por criaturas míticas. Dragones, hadas, elfos, duendes, goblins... y hasta algunos dicen que también dahus. Sus tierras se extendían, radiantes, vivas, atravesadas por ríos encantados y montañas donde aún susurraban los antiguos. Y a pesar de las disputas entre razas, una paz frágil persistía, oscilando como una llama vacilante. —
Su voz se volvió más lenta, más sombría.
—Pero entre los hombres, algunos fueron consumidos por el fuego del poder. Su codicia se volvió veneno. Atacaron a los más débiles, saquearon los santuarios de los dragones, arrasaron los bosques élficos, cazaron a las hadas hasta el silencio. Desafiaban fuerzas que no comprendían. Y aun así... a pesar de la voracidad humana, los demás pueblos se negaron a responder con violencia. Por miedo, o por sabiduría. —
Assdan ya no se movía. Observaba al joven vampiro leer aquellas palabras como quien ve desplegarse, lentamente, una verdad prohibida.
—Y así fue como el equilibrio, ya precario, logró sobrevivir. Hasta que apareció el horror.
No fue la guerra. No fue la conquista.
Fue otra cosa.
Criaturas que se creían nacidas de pesadillas. Seres infames, venidos de otro plano — o de lo más profundo de la sombra. Arrasaron las aldeas humanas. No hacían la guerra. Devoraban.—
Aidan alzó la mirada por un instante. Luego continuó:
—Hombres, mujeres, niños. Ninguno fue perdonado. Y no era por placer de matar —sino por hambre. Un hambre absoluta. Inhumana.
Bebían la sangre. Desgarraban la carne. Y su número crecía a medida que transformaban a los vivos. Los humanos convertidos en criaturas iguales a ellos perdían todo control.
Masacraban sin distinción. Familias. Aldeas enteras. No dejaban tras de sí más que campos de huesos y cenizas.
Se les llamó los no-muertos.
Los bebedores de sangre.
Los antropófagos.
Los vampiros.
Los primeros.
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Editado: 08.06.2025