Los arcos ya estaban tensados. Las flechas, embadurnadas de magia elemental, vibraban al final de las cuerdas tirantes. Algunas brillaban con un azul gélido, otras con un rojo incandescente —todas mortales para las criaturas de la noche.
En línea, los elfos armados formaban un muro de miradas frías y silencios crispados. La presión en el aire era tal que podría quebrar la voluntad de un guerrero novato. Y luego, algo más extraño aún: el bosque había enmudecido. No se oía canto de aves, ni soplo de viento. Hasta el follaje parecía contener el aliento.
Lejos, cuesta abajo, un pequeño grupo avanzaba con cautela por el sendero. Venían de Thenbel. Sus pasos eran medidos, tranquilos, pero cargados de una forma de determinación. Sabían que sus anfitriones no eran conocidos por su hospitalidad —especialmente hacia quienes venían del exterior—, pero aun así avanzaban. Paso a paso.
Porque no venían solos.
Y eso lo cambiaba todo.
Aidan, al frente, sabía lo que hacía. No era una maniobra. No era una provocación. Era un cálculo. Y una apuesta. Caminaban con elfos a su lado —y no cualquiera: sobrevivientes. Hermanos de sangre. Miembros del mismo pueblo. Eso tenía peso. En los bosques antiguos, la solidaridad no era un valor... era una ley.
Y mientras se acercaban al límite de la reserva, las tensiones cambiaban de bando.
Los cinco elfos que lo acompañaban —Draldor, Dirta, Ilfela, Medeh y Glordrel— parecían aligerarse con cada paso. Como si la tierra misma reconociera su andar. Sus rostros, cerrados durante días, se suavizaban, y una alegría silenciosa, casi sagrada, se filtraba en sus miradas.
Aidan, en cambio, sentía lo contrario.
Algo no estaba bien.
Sentía presencias. No las de los exploradores élficos, no. Otra cosa. Más salvaje. Más feroz. Instintos brutales, latidos demasiado rápidos para ser elfos.
—Atentos —murmuró a los que lo rodeaban.
Pero apenas había pronunciado esas palabras cuando una flecha se clavó en el suelo, a pocos metros delante de ellos.
Luego otra.
Y otra más.
Se detuvieron en seco.
Draldor, sin esperar, se adelantó frente a Aidan y alzó bien alto las manos.
—¡Alto al fuego! —gritó con voz firme y clara.
Los demás elfos lo imitaron, siguiéndolo sin dudar, con los brazos levantados hacia sus hermanos ocultos entre las ramas.
—¡Esperen! ¿Qué hacen? —preguntó Aidan, sorprendido, dispuesto a detenerlos.
—No se preocupe, señor. Confíe en nosotros. Todo saldrá bien —respondió Draldor, sin volverse.
Sus palabras se fundieron con las de sus compañeros, que al unísono llamaban a los arqueros a calmarse. Y funcionó.
Desde lo alto de los árboles, la orden cayó como una cuchilla:
—¡Son elfos! No disparen.
Tada bajó su arco, desconcertada.
—Pero… ¿qué hacen elfos con vampiros? —susurró.
—Tal vez fueron capturados —respondió Marhalthas, receloso—. Hay que ayudarlos.
Pero sus instintos decían otra cosa.
Esos elfos… no parecían prisioneros. Estaban serenos, libres.
El grupo que los acompañaba, en cambio, era desconcertante: dos vampiros, una humana, y otra presencia... indefinible.
¿Era una trampa? ¿Una ilusión cuidadosamente tejida para engañar sus sentidos? Los vampiros eran mentirosos por naturaleza, manipuladores por esencia. Sabían cómo parecer lo que no eran.
Y esta situación, demasiado inusual para ser natural, los tenía a todos al filo del abismo.
—Vamos a ver de cerca qué está ocurriendo. Pero mantengamos la guardia. Podría ser una emboscada —declaró Ulimgor con tono medido.
Sus compañeros asintieron sin una palabra, con los rostros tensos y los sentidos despiertos. Avanzaban juntos, en silencio, con las manos sobre los arcos, los dedos rozando los carcajes. La tensión crecía con cada paso, como si el bosque mismo contuviera la respiración. Una tensión a punto de estallar.
Y entonces… a pocos metros del grupo, Ulimgor se detuvo en seco.
Su mirada, dura, se abrió de golpe, devorada por la incredulidad.
Lo que veía… no lo esperaba. Nunca se había preparado para eso. No era un sueño, ni un hechizo. Era real. Una realidad imposible.
—¿Draldor? ¿Eres tú, hermano mío? —susurró, con los ojos desorbitados, la voz ahogada por la emoción.
—Sí, hermano mayor, soy yo. Soy yo.
Y sin esperar más, Draldor se lanzó a sus brazos.
El abrazo fue brutal en su sinceridad, largo y tembloroso. Una alegría muda, liberadora, estalló en el aire. La de un reencuentro que ya no se creía posible. Detrás de ellos, los demás elfos también se acercaban. Las armas cayeron. Las miradas se suavizaron.
En segundos, toda sospecha se había desvanecido.
Ya no había duda. Ni desconfianza. Solo hermanos y hermanas reencontrados.
Las risas resonaban suavemente entre los troncos. Las voces temblaban. Las manos se buscaban, se tocaban, se apretaban. Las flechas no eran más que un recuerdo lejano. La trampa no existía.
Aidan, Assdan, Sylldia y Rose observaban la escena sin decir palabra. Sus siluetas, en segundo plano, casi desdibujadas, dejaban espacio a la emoción pura de esa reunión.
Pero Aidan, él, miraba más allá.
Sonreía.
Porque sabía lo que significaba ese reencuentro: una deuda. Una nueva lealtad. No impuesta. No exigida. Sino grabada en la carne del recuerdo.
Perfecto.
—¡Bendito sea el cielo! Pensé que nunca te volvería a ver. ¿Qué pasó? —preguntó Ulimgor, aún sosteniendo a su hermano contra el pecho.
—Es una larga historia. Se las contaré después. Yo también había perdido toda esperanza. Pero gracias al cielo… y gracias a estas personas… estoy de vuelta —respondió Draldor, señalando con la mirada al grupo detrás de él.
Ulimgor siguió su mirada. Y sus ojos volvieron a endurecerse. Dos vampiros. Una humana. Y… otra presencia que no lograba nombrar.
—¿Quiénes son? Algunos de ellos… son vampiros. ¿Lo sabes?
—Sí. Lo sé.
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Editado: 08.06.2025