El bosque estaba inmóvil en un silencio inquietante. Ni un susurro, ni un ave. Solo el eco mudo de dos fuerzas listas para devorarse mutuamente. En el borde de un claro retorcido, los elfos y sus aliados se enfrentaban a una horda de licántropos, once monstruos erguidos como estatuas de sombra, con los colmillos al descubierto y los músculos tensos bajo pieles desgarradas. Cada respiración pesada, cada latido demasiado fuerte parecía a punto de desencadenar la explosión.
El aire se había vuelto irrespirable. Una tensión ácida se aferraba a las ramas. El suelo, saturado de maná, vibraba apenas, como si la propia naturaleza contuviera el aliento. Los árboles temblaban bajo una brisa helada, sus hojas susurrando una antigua inquietud. Los elfos, con arcos tensos y flechas cargadas de magia, permanecían firmes, implacables. Detrás de ellos, Aidan, Rose, Sylldia y Assdan observaban en silencio, cada músculo listo para estallar.
Pero ninguno de los dos bandos se movía.
Los licántropos, inflados de rabia, temblaban de impaciencia. Sin embargo, no atacaban. Frente a ellos, los elfos se mantenían imperturbables, sus rostros tan fríos como sus hojas. Ambas fuerzas esperaban, vigilando la chispa.
Entonces, uno de los lobos dio un paso al frente.
Más grande, más corpulento. Quizás su líder. Cruzó el vacío entre los dos grupos, sus pasos pesados aplastando las hojas secas con una lentitud deliberada. Se detuvo a medio camino, solo, imponente. Nada en él delataba su intención. Ni una palabra, ni un gesto. Pero la energía que emanaba era cruda, sorda, lista para golpear. Detrás de él, sus hermanos comenzaron a gruñir, inquietos como bestias enjauladas. Pero no avanzaron.
Ulimgor, jefe de las centinelas élficas, rompió el silencio. Avanzó también, cruzando los pocos metros que lo separaban del monstruo. Su mano reposaba sobre la empuñadura de su espada, sus ojos claros clavados en los del licántropo. No necesitaba alzar la voz.
—Están en territorio élfico, criatura. Abandonen estas tierras o pagarán el precio.
El hombre lobo permaneció inmóvil, luego respondió con una voz ronca, como limada por demasiados aullidos.
—No venimos por ustedes… sino por los vampiros que se esconden detrás de ustedes.
Sus ojos negros se deslizaron hacia Aidan y Assdan. Hizo una pausa y luego añadió:
—Entréguennoslos, y nos iremos. Ninguna sangre élfica será derramada.
Una ola de tensión golpeó el otro lado del claro.
Ulimgor no se inmutó. Su voz sonó como acero al romperse.
—Ni pensarlo. Esos vampiros son nuestros invitados.
El licántropo parpadeó. Una sorpresa gélida pasó por su rostro. Olfateó, como para asegurarse de no haber escuchado mal.
—Vampiros… invitados en un santuario élfico. Qué retorcido se ha vuelto este mundo.
Soltó una carcajada seca y viscosa, sin calor. Su mirada volvió a Ulimgor, desconfiada, punzante.
—¿Desde cuándo protegen a estas aberraciones? ¿Ustedes, el pueblo más aislado, el más orgulloso?
Los árboles volvieron a temblar. Los colmillos rechinaban. Las flechas vibraban sobre las cuerdas tensas.
Y sin embargo, el silencio aún se sostenía.
Tenía razón.
Los elfos no toleraban ninguna otra raza en sus tierras desde hacía milenios. Y mucho menos a los vampiros. Una especie maldita. Despreciada. ¿Qué hacían allí, al lado de seres que supuestamente debían odiar? Para los licántropos, algo no cuadraba. Y de forma grave.
Ulimgor no dejó ver nada.
—No tenemos por qué justificarnos ante bestias como ustedes —escupió—. Márchense. No lo repetiré.
El hombre lobo dio un paso al frente, su voz cargada de una seguridad bestial.
—Soy Sarron. El alfa. Y yo tampoco lo repetiré, elfo. No nos iremos sin esos vampiros.
Un silencio. Estrecho. Cortante.
Sarron inclinó la cabeza hacia un lado… y la transformación comenzó. Huesos crujientes. Garras que brotan. Carne que se retuerce. Su cuerpo se hinchó, sus brazos se inflaron de músculos y pelaje, su mandíbula se abrió en colmillos empapados de rabia. Una bestia nacida para la guerra.
Ulimgor saltó hacia atrás, la espada ya desenvainada. Su mano izquierda trazaba en el aire los símbolos de un hechizo. Una esfera de fuego, compacta, giraba en su palma. Los elfos se desplegaron, arco en mano, magia en los labios.
Pero los lobos seguían a Sarron. Todos. Sus cuerpos se sacudían bajo la mutación, mitad hombres, mitad bestias. Sus gruñidos se transformaban en aullidos. Una marea de pelaje, furia y acero.
La diplomacia acababa de morir.
Entonces, una voz rasgó el aire.
—¡Esperen!
El grito de Aidan.
Los elfos vacilaron. Los licántropos se detuvieron, los músculos tensos al extremo, como congelados en una pintura de guerra. Aidan avanzaba, seguido de cerca por Assdan, Rose, Sylldia… y Dieltha. Todas las miradas convergían en él. Vampiro o no, captaba toda la atención. No llevaba armas en la mano. Ni magia en los dedos. Pero caminaba con la certeza de quien domina la tormenta.
Sarron rió entre dientes, la baba colgando de sus colmillos. ¿Acaso ese vampiro pensaba entregarse por su cuenta?
Pero Aidan no tenía esa intención.
—Deténganse —dijo con voz serena, pero imperiosa—. He venido aquí para devolver a los que estaban perdidos, no para presenciar una guerra nacida de malentendidos. Así que les pido a ustedes, elfos, que bajen las armas. Déjenme encargarme de esto.
Ulimgor, aún congelado en posición de combate, parpadeó. Era una locura. Un solo vampiro, frente a una manada entera. Y sin embargo… dio un paso atrás. Disolvió su hechizo. Bajó su espada.
—Como quieras… pero ten cuidado.
Sarron, por su parte, recuperó lentamente su forma humana. Controlaba su transformación como quien guarda una hoja. Lentamente. Deliberadamente. Un depredador que sabe que puede atacar en cualquier momento.
—¿Y bien? ¿Vienes a entregarte? Es la única decisión sensata que pudieron tomar. De lo contrario, habríamos masacrado a esos idiotas de elfos para alcanzarlos.
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Editado: 08.06.2025