Libro 2 : Sangre Maldita (version nueva completa)

Capítulo 8 — Era lo que dejaban tras de sí

El bosque parecía estremecerse, como si los propios árboles temieran lo que estaba por venir. El viento, cargado de cenizas y olor a sangre seca, silbaba entre los troncos con nerviosismo. Dos auras colosales se enfrentaban: una chispeante como una tormenta, la otra densa y salvaje como una manada al acecho. Los elfos se habían retirado a pedido de Aidan, pero su inquietud seguía suspendida en el aire. La idea de que él enfrentara solo al alfa de los licántropos rozaba lo absurdo. Y aun así, nadie se movía.

Sarron, en su forma de bestia, dominaba el claro. Una masa de músculos erizada, tan grande como un roble enfermo, colmillos chorreantes y ojos de un amarillo espectral. Aidan, frente a él, era apenas un hombre en apariencia. Pero en su mirada, en su porte, en la inmovilidad casi sobrenatural de su cuerpo, había algo más. Una tensión lista para estallar, un abismo contenido bajo la piel.

El lobo gruñía. Cerraba las garras contra la palma, listo para arrancarle la garganta al joven vampiro. Y, sin embargo… no atacaba.

— ¿Qué te pasa, querido lobo? ¿Tienes miedo? ¿No eras tú el que quería exterminar a los vampiros? —dijo Aidan con tono calmo, casi indiferente, pero tan gélido como la muerte.

Las palabras golpearon como agujas. Sarron mostró los colmillos, descubriéndolos como cuchillas de obsidiana.

— ¿Crees que puedes vencerme? No te ilusiones, imbécil. Podría arrancarte el corazón antes de que siquiera lo notes.

— ¿Entonces por qué no lo haces? —respondió Aidan.

Un gruñido fue la única respuesta. El suelo tembló.

— ¿Piensas enfrentarme a mí… a nosotros… tú solo? Eres un engreído, vampiro.

— No es arrogancia. Es que no necesito ayuda para domesticar a una jauría de perros salvajes como ustedes.

Su mirada no vacilaba. Su cuerpo no temblaba. No había miedo. No había duda. Solo esa luz oscura, ese fuego sombrío en los ojos. Una seguridad helada. Sarron titubeó. Veía más allá de las provocaciones. Esa mirada… la reconocía. La de alguien dispuesto a morir —o a reducirlo todo a cenizas para sobrevivir.

Un monstruo, bajo piel humana.

— No es un simple vampiro… es una tormenta con rostro humano —pensó.

Imaginó el combate. Los colmillos, los rayos, la sangre. Podía ganar. Tal vez. Pero perdería hombres. O peor: su autoridad. Una apuesta demasiado riesgosa.

Y entonces, en total silencio, volvió a su forma humana. Su carne se replegó con crujidos húmedos, sus miembros se enderezaron lentamente, su voz retomó la cadencia de un líder.

Los suyos quedaron inmóviles. Estupefactos. Incrédulos.

— Los dejaré ir hoy. Pero la próxima vez… no tendré piedad. Los exterminaré a todos, malditas alimañas —dijo, con frialdad.

— Ya veremos —gruñó Aidan.

Se dieron la espalda sin decir más. Sarron partió con los suyos. El aura bestial se desvaneció poco a poco, tragada por el bosque.

Aidan, en cambio, volvió hacia Sylldia.

Ella no se había movido.

Su respiración seguía ahí, débil, abrasadora, pero su mente permanecía ausente. Un cuerpo incandescente, prisionero de sí mismo. Aidan se arrodilló y posó una mano sobre su frente.

— ¿Qué te pasa, Sylldia…? —murmuró.

Pero no hubo respuesta. Solo ese fuego extraño. Un calor anómalo. Un presentimiento agudo, nacido del fondo del instinto.

Algo en ella estaba cambiando.
Y tal vez ya era demasiado tarde.

Dieltha se acercó lentamente, la mirada de acero suavizada por una inquietud velada. Su armadura de reflejos esmeralda atrapaba la luz moribunda, destellos de un crepúsculo tembloroso filtrándose entre el follaje. Parecía encarnar el bosque mismo — bella, silenciosa, implacable.

— Volvamos al pueblo. Nuestros sanadores sabrán qué hacer —dijo con voz serena.

— Gracias, Dieltha —respondió Aidan sin apartar los ojos de Sylldia.

— No hay de qué. Vamos.

Los elfos emprendieron el regreso, con pasos pesados, la mirada perdida. No había júbilo ni celebración. Habían repelido el asalto —sí, por la fuerza, pero sobre todo por una cadena de casualidades y alianzas improbables. ¿Una victoria? Tal vez. Pero el silencio que siguió no sabía a triunfo. Una pregunta persistía como un aliento helado en la nuca: ¿Quién había enviado a los trolls? Y aquella voz que habían oído... “Madre”. Un nombre, una presencia, una amenaza.

Al regresar al pueblo, Ulimgor se detuvo en la plaza central.

— Vuelvan a casa y descansen, hermanos. Yo entregaré el informe al señor —dijo sin más, y se alejó.

Los elfos se dispersaron por las callejuelas de piedra y madera. Solo quedaron Dieltha, Ulimgor, Aidan, Rose, Assdan cargando a Sylldia, inerte en sus brazos. Retomaron el camino hacia el santuario. Pero las miradas los seguían en cada paso —frías, silenciosas, afiladas.

Susurros. Suspiros. Juicios mudos.

— No nos juzguen tan duramente —murmuró Dieltha sin volverse—. No estamos acostumbrados a recibir visitas. Y mucho menos de… seres como ustedes. Nos enseñan a desconfiar de todo lo que viene de afuera.

— Así es —añadió Ulimgor—. Algunos jamás han salido de este pueblo. Solo conocen lo que se les ha enseñado a temer.

— No se preocupen por eso. Ya estamos acostumbrados —respondió Aidan, con un tono neutro, sin el menor asombro.

— ¿Tanto así? Al menos ustedes son libres —dijo la princesa con una amargura apenas contenida.

— ¿Libres? Digamos que hay momentos buenos… y otros no tanto —respondió él con una sonrisa breve, sin alegría.

— Imagino que habrás viajado mucho desde la última vez que nos vimos… descubierto muchos lugares —susurró ella, casi soñadora.

— No tantos. He estado ocupado.

— Te envidio, ¿sabes? —dijo después de un silencio, la voz casi rota.

— Ser un vampiro no es tan envidiable como crees.

— No hablo de eso. No es lo que eres. Es lo que puedes hacer. Puedes irte, ir a donde quieras. Yo… yo soy prisionera de este lugar.

Sus palabras resonaban en el aire como cadenas agitadas. La princesa tenía la mirada fija en el horizonte invisible tras los árboles, allí donde empezaba el mundo prohibido. Nunca había salido de ahí. Su padre, el señor del pueblo, lo prohibía terminantemente. Demasiado peligro. Demasiados enemigos. Demasiados cazadores.




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