El pueblo élfico vibraba con un tumulto extraño, como si una onda de choque lo atravesara. Las hadas, diminutos destellos alados, revoloteaban en todas direcciones, arrastrando tras de sí cintas de luz quebrada. Su pánico pintaba el cielo con una constelación de destellos fugaces, brillantes como heridas abiertas en la oscuridad.
Un viento seco, afilado como una hoja olvidada, azotaba las altas cumbres de las torres élficas. Descendía por los arcos de madera viva, barría los patios sagrados, y se hundía hasta el corazón del santuario —donde palpitaba la sangre real. Una cólera antigua, gélida, reptaba por los pasillos. Ya no era tiempo de diplomacia.
—Esto es lo que pasa cuando se confía en esos miserables... esas criaturas detestables —gruñó Thane’zen, con la mirada encendida y los puños apretados hasta casi romperse la piel.
—Lo van a lamentar —respondió El’cir, con voz baja, cargada de promesas lúgubres—. Por haberse atrevido a alzarse contra nosotros.
La sala del consejo vibraba con tensión. Susurros ásperos se alzaban como los suspiros de muertos antiguos. Ulimgor, Tada y otros guerreros de élite estaban listos —siluetas de mármol esculpidas en la guerra, forjadas para la venganza. Sus armaduras brillaban con la palidez de un acero frío. Cada mirada hacia la puerta parecía decir: que partamos ya, que abramos camino hasta sus tumbas.
El rey El’cir estaba de pie, en el centro del círculo sagrado, con la corona erguida y los ojos devastados.
—Van a pagar. ¿Qué creían? ¿Que podían mancillar nuestra hospitalidad, llevarse a mi hija y desaparecer en la sombra, impunes?
No esperaba respuesta. Hablaba como quien lanza maldiciones al aire, para obligar a los dioses a escuchar. Los soldados ya se armaban, acompañados por Draldor, rastreador del Norte, cuando una figura cortó súbitamente la asamblea.
Malenlia. La elfa avanzó a paso rápido, sin ceremonia, sosteniendo en sus manos una esfera de cristal palpitante. La luz que dormía en su interior vibraba con un aura helada.
—Mi señor, perdone mi intromisión. Pero debe ver esto —dijo, con la voz tensa como una cuerda de arco.
El’cir extendió la mano en silencio. Ella colocó la esfera entre sus dedos, y luego se retiró, erguida, con la mirada fija. El rey dudó. El silencio se volvió denso, casi palpable. Un minuto más y la duda lo habría consumido todo. Pero entonces, insufló un soplo de magia en el cristal.
Una voz se alzó.
—Padre... lamento haberme ido así. Pero nunca me habrías dejado hacerlo. Me fui del pueblo por voluntad propia. Necesito ver el mundo, aprender lejos de aquí. Volveré. Lo prometo.
Un suspiro colectivo se escapó en la sala, casi un quejido. El mundo pareció tambalearse un instante. La acusación que retumbaba en cada pecho se evaporó como sangre vertida sobre una piedra ardiente. Los vampiros no eran responsables. Al menos, no del todo.
El’cir, inmóvil, apretaba la esfera. Y de pronto, en un estallido de furia, la arrojó contra el suelo de granito. El cristal estalló en una lluvia de fragmentos relucientes, tan filosos como verdades gritadas demasiado tarde. El estruendo resonó como una campana fúnebre. Todos se estremecieron. Algunos llevaron la mano al pecho, otros a sus espadas.
La sala se llenó de un frío antiguo. Algo se había roto. No solo el cristal. No solo el impulso de la guerra. Una duda se había infiltrado. Y en esa duda, un vértigo —como si el mundo, desde ahora, pudiera tambalearse con un solo suspiro.
Los soldados permanecían inmóviles, siluetas de acero congeladas en la incertidumbre. No hablaban, pero sus ojos delataban la tensión. La misión ya no tenía sentido. Sin embargo, la orden aún no se había dado, y mientras su rey no rompiera el silencio, seguirían allí —estatuas listas para golpear, leales hasta la sangre.
El’cir cerró los ojos, dejando escapar una larga inspiración que silbó entre sus dientes apretados. Contenía su furia como se contiene a una bestia al borde de la cadena. La sombra en su mirada se volvió menos aguda, pero no menos pesada. Su rencor ya no se dirigía hacia los vampiros. Era hacia su hija. Aquella que había pisoteado las leyes ancestrales. La que había elegido el exilio en lugar de la obediencia.
Alzó la cabeza, lentamente, y su voz cortó el aire como una hoja.
—Thane’zen. Diles a nuestras tropas que pueden retirarse. La misión está cancelada.
Un murmullo de incomprensión cruzó la asamblea. Thane’zen frunció el ceño.
—¿Y la princesa? ¿La dejaremos sola, allá afuera, con esos monstruos sedientos de sangre? ¿Con esas abominaciones?
—Dieltha abandonó el pueblo por voluntad propia —respondió El’cir, cada palabra pronunciada con frialdad y precisión, como un filo helado—. Conocía los peligros. Los eligió. Rompió nuestras leyes, traicionó nuestra confianza. Deberá asumir las consecuencias. No tenemos el lujo ni la insensatez de dispersar nuestras fuerzas para perseguir a una niña caprichosa. Nuestro deber está aquí, con los que se han quedado.
Su voz no era furiosa. Era de una calma implacable, casi inhumana. Como si toda ternura hubiera sido erradicada.
—Sí, mi señor —respondió Thane’zen, inclinándose. Dio media vuelta, su armadura crujiendo suavemente a cada paso, y se alejó para transmitir la orden.
—Por todos los demonios...
El aliento de Aidan se cortó en seco en su garganta. Se habían detenido de golpe, congelados por la visión irreal que se alzaba ante ellos. La princesa de los elfos. Viva. Sonriente. Sentada, en medio de ellos, como si nada.
Nadie se movía. El aire mismo parecía suspendido. La realidad se distorsionaba, incierta. ¿Era una trampa? ¿Una ilusión? Pero no... ella estaba ahí. Dieltha. Radiante. Inexplicable.
—¿Qué haces aquí, Dieltha? —susurró Aidan, con la mirada endurecida por la sorpresa.
—Me voy con ustedes —respondió ella simplemente, como si la evidencia bastara.
—No. Quiero decir: ¿qué haces realmente aquí? —insistió él, con un tono cargado de sospecha.
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Editado: 08.06.2025