Libro 2 : Sangre Maldita (version nueva completa)

Capítulo 12 – Pero no era más que una purga

“Punto de vista de Assdan”

Antes... mucho antes de que este mundo colapsara por segunda vez, siglos después de que la mitad de la humanidad desapareciera, nací en lo que quedaba de un mundo roto. Una época en la que la vida humana no era más que un suspiro fugaz entre dos masacres. Las tinieblas no caían solo por la noche —vivían en los corazones, en los callejones, en los bosques. Y cada criatura de la sombra reinaba allí.

Los vampiros devoraban en silencio. Los hombres lobo, esclavos de su propia furia, despedazaban aldeas. Los wendigos, hambrientos de carne y de recuerdos, cazaban a los sobrevivientes. Y los otros... los otros monstruos, los que no se nombran, se deslizaban por las grietas más podridas del mundo.

Pero pese a todo eso, no fueron los monstruos los que me quebraron. Fueron los hombres.

La humanidad se había vuelto contra sí misma. Las guerras se multiplicaban como heridas abiertas. Naciones devoradas por imperios voraces. Ciudades construidas sobre las cenizas de otras. Jefes de clan sedientos de poder reducían a polvo a los más débiles. Y en todas partes, la sangre corría. No para sobrevivir. Para dominar.

Fue en esa época que nací.

Un pequeño pueblo. Anónimo. Torturado. Vivíamos en una angustia constante. El miedo era parte del día a día, como el pan duro y los susurros. Cada noche, desapariciones. Gritos en la oscuridad. Cuerpos vacíos, arrojados a los campos. Marcas que nadie sabía explicar. Y de día, vivíamos bajo la amenaza de los hombres —soldados de un condado vecino o bandidos sin estandarte. Nadie hacía distinción. El acero y el fuego quemaban igual.

Y entonces... ocurrió aquella noche.

Debía tener cinco años. Tal vez seis. Esa edad en la que aún se cree que el mundo puede salvarse. El cielo estaba despejado. Una brisa suave pasaba por los tejados de paja, trayendo consigo el olor de los campos. Todo parecía en paz. Nos dormimos con esa falsa sensación de seguridad... esa mentira.

Pero en medio de la noche, el mundo se dio vuelta.

Gritos. Llamas. Cascos y espadas. Una luz roja y ocre devoró el cielo. Hombres, no monstruos. Humanos. Soldados desertores convertidos en bestias. Derribaron las puertas. Arrancaron a los niños. Violaron a las mujeres. Degollaron a los hombres. Quemaron cada casa. Y reían.

No sé por qué sobreviví. Azar. Mala suerte. O quizá... la voluntad de un demonio.

Me escondí. Dentro de la casa. Bajo los cuerpos de mis padres. En su sangre tibia. Aún recuerdo el olor. El hierro. Lo quemado. El sudor. Los alaridos. Ese olor que se adhiere a la garganta y a los huesos, y que nunca se va.

No lloré. No grité. Ya no tenía fuerzas. Me quedé ahí, inmóvil, con una mano aún aferrada a la de mi madre, mientras ella se enfriaba.

Cuando las llamas dejaron de rugir, cuando los cascos se alejaron, salí.

No sé cuánto tiempo esperé. ¿Minutos? ¿Horas? Da igual. El cielo se había aclarado. Y el pueblo... no era más que un cementerio al aire libre.

Esa noche dejé de ser un niño.
Esa noche juré hacerles pagar.
Aunque tuviera que perseguirlos hasta el infierno.

La escena era insoportable. Mi aldea no era más que un esqueleto incandescente, devorado por las llamas. Los gritos se habían extinguido, reemplazados por un silencio que solo la muerte sabe imponer. La luna, alta en el cielo, ya no era de plata —sangraba. Observaba la masacre sin parpadear, impasible.

Yo era solo un niño petrificado, cubierto de sangre seca, las piernas rígidas, la mente destrozada. Pero en mi vientre, algo había germinado —una voluntad primitiva, furiosa: sobrevivir. Costara lo que costara.

Al amanecer, llegó una patrulla de soldados. Aún recuerdo sus armaduras opacas, sus rostros congelados por el horror. Caminaban entre los cadáveres con cuidado, como si temieran que los muertos aún pudieran hablarles. Y entonces, sus ojos se posaron en mí. Un pequeño espectro silencioso en medio de la devastación.

Creí, por un instante, que el infierno había terminado. Que otro mundo me esperaba. Me equivoqué. Era solo el comienzo.

Me llevaron a un centro donde otros niños esperaban. Huérfanos. Demacrados. Muertos por dentro. Ninguno de nosotros comprendía lo que nos esperaba.

Aprendimos muy rápido.

El infierno llevaba uniforme. Se llamaba entrenamiento. Cada día, ejercicios hasta el desmayo. Cada noche, castigos hasta que se rompieran los huesos. Nos quebraban, y luego nos reconstruían. Menos humanos. Menos sensibles. El objetivo era simple: convertirnos en armas.

Bajo la lluvia, bajo la nieve, en el barro, en la ceniza —el entrenamiento nunca se detenía. Algunos morían por agotamiento. Otros se suicidaban. Los que resistíamos aprendíamos a no llorar, a no suplicar. El dolor se volvía aliado. El miedo, un recuerdo difuso.

Sobreviví. Porque ya no tenía nada. Y no se le puede quitar nada a un niño que ya ha sido vaciado por completo.

Con los años, nos convertimos en otra cosa. Figuras silenciosas, disciplinadas, letales. La empatía nos había abandonado hacía tiempo. Nuestras risas murieron con nuestros nombres. Nuestra mirada ya solo veía objetivos. Nos bautizaron como Las Furias.

Y sembramos el miedo.

Espías. Asesinos. Saboteadores. Nos enviaban tras las líneas enemigas para destruir, infiltrar, matar. Nada más. Sin remordimientos. Sin regreso. Solo sangre, precisión y silencio.

Y entonces la guerra terminó.

Pero no la que esperábamos.

Porque mientras los humanos depusieron las armas, las criaturas empezaron a organizarse. Los vampiros comenzaron a pelear entre ellos, buscando expandir su influencia, controlar aldeas, ciudades, reinos. La guerra cambiaba de rostro.

Fue entonces cuando los cazadores tomaron el relevo. Cuando las brujas, los druidas y los centinelas emergieron de las ruinas del viejo mundo. Los humanos comunes ya no tenían lugar en el campo de batalla.




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