Torgor se asfixiaba.
Una fuerza invisible, colosal, oprimía con su peso cada techo, cada piedra, cada soplo de aire. El pueblo, aunque apacible y protegido, se doblegaba. Incluso los Aulladores —la manada de licántropos que custodiaba la aldea— ya no se atrevían a merodear a la vista. Se decía que en cada luna llena, sus aullidos resonaban en los bosques como cantos de guerra. Hoy, incluso ellos guardaban silencio.
Porque la amenaza no venía de ellos.
Era otra cosa. Otra. Más antigua. Más profunda. Una fuerza ajena a la sangre de los lobos, un escalofrío en la médula de los vivos. En los callejones, las miradas se esquivaban, las voces susurraban, los instintos se encogían. El miedo tenía un origen. Uno solo.
Al norte del pueblo, encajada entre el bosque y una pared rocosa, una casucha parecía abandonada al musgo y a las enredaderas. Pero tras esa fachada deteriorada, una mujer velaba. Una niña crecía. Y era de esa niña que irradiaba la ola aplastante. Su poder, demasiado vasto para su cuerpo frágil, ondulaba como un terremoto contenido bajo una superficie quebradiza.
La mujer lo sabía. Sentía la grieta. Y temía que pronto el mundo entero pudiera sentirla también.
Entonces tomó a la niña de la mano, sin decir palabra, y descendió con ella a lo profundo de la gruta. La entrada se abría tras la casa, oculta en la sombra húmeda de las rocas. El frío las envolvió de inmediato. El aire olía a piedra mojada, a tierra ancestral. No se oía nada, salvo el eco amortiguado de sus pasos, lejano, irreal. La lámpara titilaba en sus manos, dibujando siluetas móviles sobre las paredes. Cuanto más avanzaban, más denso se volvía el aire —como si las tinieblas mismas contuvieran la respiración.
Luego, tras un tiempo indefinido, llegaron al final del túnel.
El espacio se abría abruptamente sobre una sala ciclópea, grabada con símbolos antiguos, bañada en un silencio sagrado. Frescos erosionados cubrían los muros: dragones de oro y ónix, en vuelo, en círculo, en guerra, en paz. Allí reinaba la huella de un pueblo olvidado, inmenso y pacífico. Aquel lugar había sido su santuario. Un corazón de piedra palpitando bajo el mundo.
La mujer soltó la mano de la niña.
Sin decir nada, su cuerpo se elevó en un remolino de destellos blancos. Se desplegó en el espacio, revelando su verdadera naturaleza: un dragón blanco, vasto y resplandeciente, cuyas escamas captaban la luz como estrellas detenidas. Su mirada brillaba con una sabiduría dolorosa y un poder inconmensurable. Su presencia llenaba toda la gruta: majestuosa, irresistible, ancestral.
Trazó un círculo perfecto en el polvo sagrado, con un zarpazo lento y preciso. La niña entró en él, dócil, casi ausente. El ritual comenzó —lento, rítmico, cargado de un poder tan antiguo como el tiempo. El aire vibraba. Los símbolos se iluminaban uno a uno. Se alzaba un murmullo, hecho de alientos y encantamientos mudos.
Y Aidan estaba allí.
No se movía. Casi no respiraba. No estaba del todo presente, pero veía. Escuchaba. Sentía. Una parte de él, enterrada, ajena, pertenecía a ese instante. Presenciaba aquella escena como quien atraviesa un sueño que nunca ha tenido. Reconocía a ese dragón. Conocía esa mirada. Esa luz.
Un nombre se impuso, antiguo, pesado como el mundo: Dergon.
El choque le heló la columna vertebral.
Imágenes lo invadieron — fragmentos dispersos, una memoria que no era suya, un recuerdo anclado en su carne como una cicatriz secreta. Comprendió que aquella visión no era un simple espejismo. Estaba dentro de él. Formaba parte de él.
Entonces guardó silencio. Y observó. El aliento suspendido, esperando a que la verdad se revelara.
Aidan seguía inmóvil, los ojos clavados en la luz temblorosa del ritual. Apenas percibía sus voces, como ecos arrastrados por vientos antiguos, fragmentos de vida arrancados al tiempo.
—…Lo hago para protegerte. ¿Lo entiendes?
—Sí, madre. Lo entiendo.
—Bien. Entonces escúchame con atención, Sylldia…
La niña asintió, atenta, con los ojos elevados hacia el dragón de mirada eterna.
—Solo tú podrás romper este sello. Solo tú. Llegará el día en que ya no tiembles. En que tus miedos no sean más que cenizas, en que tus cadenas caigan una por una. Ese día, estarás lista. No importa cuándo. No importa dónde. No importa quién esté a tu lado. Así volverás a ser tú —entera, luminosa, indomable. Y entonces, el sello se romperá.
Un silencio se extendió. Profundo. Cargado.
Aidan se estremeció —como si esas palabras hubieran atravesado el velo entre aquel mundo y el suyo. Un escalofrío lo recorrió. Y en un parpadeo, todo se desmoronó.
La gruta desapareció.
Los frescos, el círculo, la luz blanca. Todo se desvaneció en un suspiro. En su lugar, un techo. Frío, lejano, alto como el silencio. Su habitación. La mansión. Estaba tendido. La sábana arrugada bajo sus dedos. La oscuridad familiar. La calma había vuelto.
—¿Qué fue eso…? ¿Un sueño? No.
Lo sabía. No era un sueño. No era un delirio. Era una memoria. Un vestigio de Dergon —la dragona milenaria. Algo dentro de él, un destello olvidado, lo había guiado hasta allí. Hasta ese instante preciso en que el poder de Sylldia había sido sellado.
Y ahora, sabía. Sabía cómo ayudarla. Cómo romper sus cadenas, llegado el momento.
Entonces cerró los ojos.
Y sonrió. No por alivio. No por alegría. Una sonrisa pesada, decidida, casi fatal. Como una promesa hecha en lo más hondo de uno mismo, y que nada en el mundo podrá romper.
***
Al mismo tiempo, en otra parte de la noche —a leguas de distancia, en el corazón de un bosque tan oscuro que hasta las estrellas parecían huir de él— un joven corría por su vida.
Un hombre lobo, frágil y aterrorizado, perseguido como una bestia.
Detrás de él, los gritos se ahogaban entre los árboles, desgarrados por aullidos, jadeos, carcajadas. Un ataque. Surgidos de pronto desde las sombras, un grupo heterogéneo y letal se había abatido sobre la manada. Vampiros. Wendigos. Pero su líder no tenía nada de monstruo. Era peor.
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Editado: 08.06.2025