Libro 2 : Sangre Maldita (version nueva completa)

Capítulo 15 — La guerra no hablaba.

La habitación temblaba bajo los embates de su furia.
Astillas de madera, fragmentos de piedra, restos de objetos que alguna vez fueron enteros volaban por la estancia, golpeando paredes, muebles y suelo — cada impacto resonaba como una sentencia. El polvo, levantado por los golpes, formaba un velo espectral por el que se filtraba una luz moribunda, pálida como la ceniza. El aire se había impregnado de un aura sofocante, chispeante, como si la ira tuviera un olor: a sangre rancia, a hierro al rojo vivo, a magia corrompida.
Y en el centro de ese caos — Nix.

Golpeaba, rugía, arañaba los muros con las uñas hasta sangrar. Cada grito, cada gruñido ronco, llevaba en sí la hiel de una frustración que nada podía apagar. No había matado. Se lo habían prohibido. Algo tan simple, tan necesario, le había sido negado — y eso lo consumía.

—¡Maldición...!

Su puño se estrelló contra la piedra. Una grieta trepó hasta el techo, fina como una vena a punto de estallar. Cerró los ojos, y los recuerdos lo agarraron por la garganta.

Retazos de otro mundo — el de antes — se filtraron en su mente. Se vio a sí mismo joven, erguido, vivo. Cazador al servicio de los Byron, rastreador de sombras, leal y feroz.
Y en aquel pasado, ella. Rose. Su luz. Su error. Había creído que nada cambiaría. Que ella se quedaría. Ilusión estúpida.
Hoy, esa imagen solo le inspiraba un dolor punzante, una vergüenza oculta tras las cicatrices.

Y entonces, como un veneno que vuelve, el nombre de Aidan tomó forma en su mente. El vampiro. El enemigo. El origen de su caída. Ese parásito lo había despojado de todo: hogar, amor, honor. Su padre.
El recuerdo de aquel momento — la mirada de Rose al desviar los ojos, la mano de su padre cayendo al suelo, vacía de vida — le quemó la retina.

Había sido humillado, arrastrado por el barro, rechazado como un perro sarnoso. Todo por su culpa.
Pero hoy, los roles se habían invertido.
Nix ya no era ese niño tembloroso bajo la lluvia. Había pasado por la Obra — los rituales de Versias, esas metamorfosis que pocos habrían soportado. Su carne había gritado, su voluntad se había quebrado, pero había sobrevivido.
Y con ese sufrimiento había nacido el poder.

Aún no total. Aún no… perfecto.
Su espalda seguía encorvada por el peso de las cadenas invisibles de la Asociación, su libertad todavía contenida. Si lo mantenían atado, era porque temían su mordida.

Inhaló lentamente, dejando que el dolor se infiltrara en sus huesos.
Dejaba arder esa rabia como quien alimenta un fuego en la fragua. No la combatía — la habitaba.

—Veo que te estás divirtiendo mucho, Nix.

Su nuca se tensó de golpe. La voz, ácida, sinuosa, se había deslizado en la habitación sin aviso.
Se dio la vuelta.
Allí, en el marco destrozado de la puerta, estaba la bruja. Impecable, erguida, la mirada surcada por un desprecio divertido.

—¿Por qué me detuviste? —rugió, los ojos inyectados de rojo—. Pude matarlos... lo habría hecho.

—Nos eres útil. No podía dejarte morir por un ataque de orgullo.

Apenas encogió los hombros, cada palabra tallada como una hoja fina.
—Deberías darme las gracias, mocoso ingrato.

Sus dedos se contrajeron. Deseaba arrancarle la lengua. Ese tono, esa condescendencia... Creía tener el control. Pensaba que él obedecería. Porque tenía la ventaja. Por ahora.
—¿Darte las gracias? No me jodas. Puedo matarlos a todos.
—Lo dudo mucho.

Sintió un temblor sordo subirle por la garganta. La rabia le latía en las sienes, en las palmas, en el hueco de los dientes.
—Supongamos que realmente puedes matarlos... —dijo ella, avanzando unos pasos, sus tacones resonando sobre el suelo agrietado.
—Puedo hacerlo —murmuró entre dientes.
—Muy bien. Pero la Asociación quiere a Aidan con vida. Lo que significa que no tienes permiso para matarlo —todavía.

Ella lo miró desde lo alto, su sombra extendiéndose frente a ella como un sudario. El silencio que siguió fue denso, tan espeso como sangre coagulada. Una espera. Una provocación.

Una losa de silencio cayó primero sobre la sala, luego dentro del espíritu del cazador caído. Un vacío brutal, como una hoja que succiona el aire de un tajo seco. No se movió. Su respiración se detuvo. Algo acababa de resquebrajarse dentro de él —no romperse, sino ceder al fin, en una revelación tan fría como la hoja de una espada sobre la nuca.

Versias quería a Aidan. Vivo.

El sentido oculto se desplegó lentamente, como veneno en las venas. Nunca me permitirán matarlo.

Entonces el grito estalló, primero mudo, luego incandescente.

Su cuerpo se convulsionó. Su piel se tornó de un blanco lívido, desprovista de sangre, como una estatua hecha de hueso. Venas negras brotaron, serpenteando por su cuello, su torso, sus brazos, dibujando una red malsana, palpitante, que parecía arraigar en su carne el odio de mil años.

Sus dedos se retorcieron, sus uñas se duplicaron, se alargaron, curvándose en garras de obsidiana, largas y afiladas como dagas de brujo. Más largas, más oscuras que las de los licántropos.

Sus ojos se abrieron. Dos pozos amarillos, hendidos como los de un depredador ancestral, ardían con un fulgor enfermizo. Ya no era un hombre. Aún no era un monstruo. Era la encarnación viviente de la venganza.
—Ese maldito insecto mató a mi padre... —gritó, la voz quebrada por el odio—. Me lo quitó todo, ¡merece morir! Me vengaré —¡y no tienen derecho a impedírmelo!

Saltó.

Un destello de garras, una mordida de viento, un grito animal.

Pero la bruja no se inmutó. Ni un sobresalto, ni un soplo de preocupación. Apenas alzó la mano, como si fuera a atrapar una mosca.

Y en ese instante, Nix se detuvo —suspendido, paralizado en el aire, su propio cuerpo congelado en una mueca grotesca. Una fuerza invisible lo aplastaba, lo mantenía a unos centímetros del suelo, brazos torcidos, mandíbulas apretadas.
—¿Crees que tu patética venganza nos interesa? —dijo ella con tono glacial—. Madura un poco. Y limítate a hacer lo que se te ordena —sin quejarte.




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