La mansión estaba sumida en un silencio denso, inmóvil. Un silencio casi solemne, como el que precede a la irrupción de una guerra. En la oscuridad, los depredadores saben mantenerse en silencio —justo antes del festín, justo antes del desgarramiento.
Una brisa fría se había colado en el jardín, acariciando las mejillas de las estatuas de piedra como una mano invisible venida a sondear a los vivos.
En el centro de la explanada, Aidan y Assdan permanecían inmóviles. Dos siluetas oscuras, con los abrigos sacudidos por el viento, como dos rocas erguidas frente a la marea. A su alrededor, la noche temblaba. Una decena de auras se acercaba, afiladas, hirvientes, llenas de violencia. Quizás más. Pero los dos vampiros no se movían. Habían sobrevivido a cosas peores. Habían visto noches más largas aún.
Y sin embargo, algo, esa noche, destilaba odio puro.
El olor de la bestia llegó antes que los cuerpos.
Acre, salvaje, denso. El olor del pelaje empapado en magia antigua. El olor de la sangre escurriendo por colmillos demasiado largos.
—Hombres lobo —murmuró Aidan, con los ojos fijos en las sombras—. No me sorprende.
Assdan no respondió. No hacía falta. Ambos sabían por qué esas criaturas estaban allí. Sabo.
El Alfa Supremo.
Él era el objetivo. No había alternativa.
Pero algo no encajaba. Habían llegado demasiado rápido. Demasiado rápido. Alguien habló.
No importaba. Estaban allí.
—Preparémonos, señor Aidan. El combate es inevitable —declaró Assdan.
—Imagino que tienes razón —respondió Aidan, las manos cruzadas tras la espalda—. Se lo merecen de sobra... pero intentemos no matar a ninguno.
—No será fácil. Pero lo intentaré —gruñó Assdan, los labios ya retraídos.
Los lycans estaban cerca ahora. No se habían detenido. No se habían anunciado. Sus pasos aplastaban la tierra, sus jadeos llenaban el aire como tambores de guerra. Pronto, los vampiros estarían rodeados.
Estas criaturas eran formidables —una piel dura como la corteza de los árboles malditos, músculos capaces de romper muros, una ferocidad imposible de apagar. Y sobre todo, nunca venían solos.
Ahí.
Un silbido. Assdan dio un paso al costado. Una garra pasó a milímetros de su mejilla, afilada como una guadaña. Respondió con un golpe de palma, lanzando al primer atacante contra el tronco de un árbol.
Ya estaban allí. La manada.
Y no perdían tiempo con amenazas. Atacaban. Fuerte. Sin aviso.
—Tuviste suerte, sabandija —escupió el lycan al incorporarse—. No volverá a pasar. Van a morir.
—¿Ah, sí? Me muero por verlo —gruñó Assdan, con los ojos rojos, la respiración agitada. Estaba listo.
Los dos vampiros estaban rodeados. Once lycans. Todos enormes. Todos armados hasta los colmillos.
La hierba temblaba bajo sus pasos. Sus ojos amarillos brillaban como antorchas de odio. El aire, cargado de sangre y tensión, se había detenido.
Pero ni Aidan ni Assdan eran presas.
Observaron los rostros. Y los recuerdos regresaron.
—Vaelthorn... —murmuró Aidan.
Esos hocicos, esas cicatrices, ese hedor a rabia. Era la manada de Sarron. Los bastardos de la luna negra. Sus viejos enemigos.
Una figura más grande se adelantó. Más pesada. Más lenta. Más antigua. Sarron.
Salió del círculo como un verdugo que se acerca al cadalso. Su torso estaba marcado por cicatrices, sus brazos masivos tensos como arcos de guerra.
—Debí haberlos matado la última vez que nos vimos, malditas aberraciones —gruñó—. Esta noche corregiré ese error. Los voy a mandar de vuelta al infierno. Donde siempre debieron quedarse.
Aidan esbozó una sonrisa lenta, despreciativa.
—Pero... ¿no es este el jefe de los perritos rabiosos de Vaelthorn? ¿Todavía no estás muerto? Estoy casi decepcionado.
Un gruñido sordo, gutural, retumbó en la garganta del alfa. Se rió con furia, mostrando sus colmillos enrojecidos.
—Escorias inmundas. Lo van a pagar. Los voy a despedazar.
Pero Aidan lo miraba. De verdad. Y lo vio.
Vio la duda.
Detrás de la rabia.
Detrás de la fachada.
Sarron se acordaba. De la masacre de Vaelthorn. De los trolls del caos. Había visto el poder de Aidan aquel día. Sabía con quién se enfrentaba.
Pero sus secuaces no lo sabían. Y ellos ya estaban cargando.
La manada se lanzó en bloque —un rugido de sombra y colmillos. Las siluetas enormes se arrojaron sobre los vampiros con una ferocidad primitiva, una violencia cruda que no dejaba lugar a palabras ni advertencias.
Pero Aidan y Assdan no estaban ahí para hablar.
Las garras rasgaban el aire. Los colmillos chasqueaban en el vacío. Pero nada tocaba. Los vampiros esquivaban sin esfuerzo, como si bailaran entre mordidas, adivinando cada ataque antes de que naciera.
Ni una gota de sangre.
Ni un grito.
Solo el sonido de las bestias agotándose al golpear el vacío.
Y mientras más erraban, más crecía su furia. Se volvían frenéticos. Salvajes.
—Bueno, terminemos con esto —susurró Aidan, los ojos entrecerrados.
—Entendido, maestro —respondió Assdan con un tono que delataba cierto placer.
El viento se levantó de golpe.
Los dos vampiros dejaron de retroceder. Dejaron de esquivar.
Sus cuerpos se abrieron a la violencia.
Una presión repentina cayó sobre el jardín. El aire se volvió más denso, más pesado. Los lycans lo sintieron. Apenas se frenaron. Pero sus instintos gritaron.
Demasiado tarde.
Las bestias volvieron al ataque. Tres contra cada vampiro. Sus aullidos cortaron la noche. Sus garras buscaban arterias, tendones, ojos. Ataques capaces de arrancar brazos, cabezas, columnas.
Aidan giró.
Su codo impactó el pecho del lobo más cercano, justo bajo el corazón. Un golpe sordo, casi apagado. El impacto le cortó la respiración al atacante, que quedó paralizado, la boca abierta, los ojos desorbitados.
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Editado: 08.06.2025