El mundo se sumía en el caos.
Los ataques coordinados de Versias se intensificaban, golpeando sin tregua en todos los rincones del continente. La estabilidad ya no era más que una ilusión. Dos pilares del orden —el Consejo de los Vampiros y la Sociedad de Cazadores— luchaban por separado para preservar lo poco que aún podía salvarse. Pero incluso ellos, por poderosos que fueran, se veían sobrepasados.
Porque frente a ellos se alzaban dos monstruos de estrategia y destrucción: Naldald y Ren, dos de los líderes más temidos de Versias. ¿Su objetivo? El colapso total de esas entidades del equilibrio. Pero eso no era más que una faceta de su plan.
Mientras tanto, Thenbel… permanecía extrañamente en calma.
Demasiado calma.
Ese silencio no era sinónimo de paz. Era el presagio de un mal más profundo. En los callejones, en las alcantarillas, en las mentes... se tejían conspiraciones. Alianzas antinaturales se forjaban en las sombras.
Se avecinaba una tormenta. Una tormenta violenta, metódica, cuidadosamente orquestada.
Y la bruja, ese enigma envuelto en velos, ya había puesto su plan en marcha.
No… el plan llevaba mucho tiempo en marcha.
—Nix, ¿has hecho lo que te pedí? —lanzó ella, con una voz afilada como una hoja.
—¿Alejar a los cazadores de la mansión de los Sano, verdad? —respondió él con desgano—. Aún no entiendo el propósito de esa maniobra.
La bruja apretó la mandíbula.
—No estás aquí para entender. Estás aquí para obedecer —replicó, su tono endurecido en un susurro de acero.
Nix se quedó inmóvil.
Era la primera vez que la veía así. Una rabia fría, seca, sin gritos ni estallidos, pero de una peligrosidad palpable. Decidió con prudencia no insistir.
—Lo sé. Demasiado bien —murmuró, helado.
—Entonces, ¿tu familia no se interpondrá en mi camino?
—Ya no es mi familia. Y no. No interferirán en tus asuntos. Me aseguré de ello, tal como lo ordenaste.
Una sonrisa fugaz se dibujó en los labios de la mujer enmascarada. Se acercó a un escritorio donde reposaba un tablero de ajedrez finamente tallado. Con un gesto lento, retiró los alfiles de su oponente.
—Perfecto. Sigue distrayéndolos.
Nix apretó los dientes. No era más que una pieza en ese tablero. Un peón. Ahora lo entendía. Y aquel juego en el que avanzaba sin ver todo el campo lo enfermaba. Aún ignoraba las reglas, pero ya sentía que estaba perdiendo.
—¿Puedo saber en qué consiste tu plan… exactamente? —preguntó, con un tono suave pero cargado de tensión.
La bruja guardó silencio un instante. Luego respondió, con una sonrisa cruel en la comisura de los labios.
—Poner al rey en jaque... y capturar a la reina.
El silencio cayó sobre la habitación como un sudario.
Nix bajó la mirada al tablero de ajedrez. Las piezas eran muchas, las figuras amenazantes. El rey... sabía quién era. Aidan. Pero, ¿la reina? ¿Sylldia? ¿Ima? ¿O alguien más, aún oculto en las sombras?
No tuvo tiempo de preguntar.
De un manotazo, la bruja tumbó al alfil y sus peones del tablero. Luego, sin decir una palabra más, salió de la habitación, sus pasos resonando como los latidos de una cuenta regresiva. Se marchaba a ejecutar su próxima jugada.
Y esta vez, el juego iba a cambiar de escala.
El jardín de la mansión se extendía bajo una luz pálida, velada por las nubes oscuras que anunciaban el fin del día. Un viento tenue se deslizaba entre los árboles, llevando consigo un olor a tierra húmeda y a amenaza latente. Aidan y Assdan caminaban lentamente por los senderos de grava que bordeaban la residencia, sus miradas perdidas en el horizonte, sin realmente verlo. A su alrededor, la naturaleza parecía suspendida en un instante de belleza frágil, como si ella misma contuviera el aliento.
—Ojalá el tiempo pudiera detenerse —susurró Aidan, casi para sí mismo—. Que pudiéramos quedarnos aquí, en esta calma...
Pero la calma no era más que una fachada. Un velo tendido sobre un abismo abierto. Porque detrás de esa quietud se acumulaba algo más oscuro. Una sombra en gestación. Una guerra silenciosa. Y los vampiros lo sabían.
La mansión parecía dormida. La ciudad también. Pero en el silencio, algo se movía. En lo invisible, el enemigo avanzaba, y ellos... permanecían inmóviles. El avance del adversario se medía en silencios, en secretos tejidos en las sombras. Y cada paso que daban en esos jardines era un paso de retraso.
Un malestar crecía en el corazón de Aidan. Una sensación de vértigo, un aliento opresivo. No era miedo. Era otra cosa. Algo más antiguo, más instintivo —un presentimiento. Quería creer que ese desasosiego desaparecería, que era fruto del cansancio o la duda. Pero persistía. Se intensificaba.
—¿Qué ocurre, joven maestro? —preguntó Assdan, sin alzar la voz.
—No lo sé. Tengo la sensación... de que se avecina una desgracia. Como si algo, en algún lugar, acabara de ponerse en marcha.
—Yo también tengo esa impresión —respondió el mayordomo, con la mandíbula tensa.
Se miraron en silencio, ambos habitados por la misma inquietud. Y fue suficiente. Una mirada bastaba entre ellos. No hacían falta palabras para entender que algo no iba bien. Pero ¿de dónde vendría el peligro? Liaa seguía encerrada fuera de los muros de la mansión. La barrera mágica seguía firme. Entonces, ¿por qué ese escalofrío persistente en la sangre? ¿Por qué ese miedo sordo?
Dieron unos pasos más, como si su caminar pudiera sofocar las voces invisibles que gritaban en su interior. Luego Aidan se detuvo, con la mirada fija en el cielo teñido de rojo.
—Assdan... Gracias por estar a mi lado. Cuento contigo.
El mayordomo sintió un escalofrío brusco filtrarse bajo su piel. Una corriente helada. Un malestar repentino que no podía explicar.
—No es necesario que me agradezca, joven señor —respondió secamente, aunque sin dureza.
Y retomaron el camino hacia la mansión, con el peso del presentimiento aún anclado en su silencio. Aún ignoraban que, más allá de los muros protectores, en los rincones del mundo, las piezas se movían. El tablero se activaba. El enemigo avanzaba.
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Editado: 08.06.2025