La atmósfera de la mansión había cambiado. El aire, antes vibrante de vida, se había congelado. Un frío invisible se había apoderado del lugar, helando las miradas, cortando las conversaciones, destilando desconfianza. Cada gesto, cada silencio traicionaba una tensión reptante. Lo que alguna vez fue un hogar de armonía y risas se había convertido en el teatro de una desunión silenciosa, donde la confianza se desmoronaba como ceniza en el viento.
Y en ese escenario detenido, Ima desentonaba. Entre los no vampiros, solo ella parecía intacta —serena, radiante, casi insolente en su calma. Siempre del brazo de Aidan, brillaba con una luz extraña. ¿Era el recuerdo de su amor en otra vida lo que la sostenía? Tal vez. Pero para los demás, aquella ligereza tenía un sabor amargo. Molestaba.
Aidan, por su parte, se cerraba. Día tras día, se mostraba más duro, más distante, más cortante. Su mirada ya no tenía compasión —helaba. ¿Ese era su verdadero rostro? Sylldia no quería creerlo. Sin embargo, la duda abría surcos en su mente. ¿Y si Dergon, su madre adoptiva, se había entregado realmente al príncipe vampiro? ¿O si, peor aún, todo era una artimaña sórdida, otra trampa tendida por Aidan para mantenerla bajo control? Si ese era el caso, entonces él sabía. Sabía quién era ella en realidad. Esa idea la hizo estremecer.
Por supuesto que había condenado la masacre de la familia de Sabo —pero algo no cuadraba. ¿Por qué Aidan habría matado al padre del joven licántropo? ¿Por estrategia? ¿Para someter a Sabo a su voluntad? Y si ese era el plan, ¿por qué dejarlo con vida? Era evidente que, al conocer la verdad, Sabo se convertiría en su peor enemigo. Nada tenía sentido. Impulsada por ese torbellino de incertidumbres, Sylldia fue a buscar al mayordomo.
—Assdan... ¿lo sabías? ¿Sabías que Aidan era responsable de la muerte del padre de Sabo?
El mayordomo alzó lentamente la vista hacia ella. Su rostro seguía impasible, pero su mirada revelaba una inquietud inesperada.
—No. No sabía nada —respondió con tono seco.
La respuesta hizo tambalear sus certezas. Siempre había creído que Assdan lo sabía todo, que ningún secreto escapaba a su mirada vigilante. Pero en ese instante, parecía tan desorientado como ella.
—¿Lo dices en serio? No lo puedo creer —susurró, atónita.
—Y sin embargo, es la pura verdad —dijo él. Y antes de dar media vuelta:
—Te aconsejo que tengas cuidado, señorita.
Se retiró sin decir más, retomando sus tareas como si nada. Pero incluso él, el más leal de todos, parecía ahora caminar sobre una cuerda floja. Su relación con Aidan se había enfriado. Ya no se hablaban, se evitaban, se medían. Algo se había roto. Y en ese silencio, una inquietud muda corroía los muros de la mansión.
Más lejos, en un rincón apartado de la biblioteca, el príncipe esperaba. Sabía del caos que lentamente consumía su dominio. Pero no intentaba calmarlo. No ofrecía palabras ni explicaciones a quienes dudaban —excepto a Ima.
—¿Me llamaste, joven señor?—
La voz de Assdan rompió el silencio, discreta pero vibrante, como un susurro en una tumba. Aidan no desvió la mirada, absorto en sus pensamientos. Sin embargo, sus palabras cayeron con la fuerza de un trueno en la mente del mayordomo.
—Hay tanta sabiduría en el arte de ser ingenuo, Assdan —declaró con un tono sereno, casi apacible.
Assdan se quedó inmóvil. Había captado cada palabra, su estructura, su peso aislado. Pero el conjunto se le escapaba. El sentido real del comentario le parecía velado, casi críptico.
—Perdóneme, pero no lo entiendo, mi joven señor —admitió sin rodeos.
Aidan por fin giró la cabeza. Su mirada se ancló en la del mayordomo, perforando sus certezas, como si intentara depositar allí una verdad aún demasiado pesada para ser dicha.
—Lo entenderás a su debido tiempo, estoy seguro. Por ahora... limítate a ser ingenuo, Assdan.
Se interrumpió brevemente. El silencio se impuso, denso, imposible de romper. El mayordomo no respondió. Aún no comprendía —pero seguía creyendo.
—Puedes retirarte ahora, Assdan.
—Entendido, joven maestro —respondió simplemente, antes de alejarse, con pasos silenciosos pero la mente zumbando con los ecos crípticos del príncipe vampiro.
La bruja recorría la habitación, girando como una fiera enjaulada. Sus pasos, lentos pero cargados de impaciencia, delataban la agitación de su mente. Los Byrons y los licántropos habían sido barridos del tablero con una facilidad casi insultante. Pero ella lo sabía —el caballero, ese no caería tan fácilmente.
Assdan no era un peón. Era la pieza maestra, el corazón invisible del juego de su adversario. Si lograba derribarlo, la torre caería. Y con la torre, colapsaría la barrera mágica que protegía la mansión. No quedaría nada para detener su victoria.
Pero eliminarlo de frente sería un error estratégico. Un ataque directo contra el mayordomo despertaría el instinto del amo —y un Aidan furioso no era un enemigo que pudiera subestimarse. Necesitaba astucia, un plan insidioso. Algo que lo empujara a retirarse... por su cuenta.
Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios.
—Solo hace falta que él mismo decida abandonar la partida —murmuró, con la voz teñida de júbilo.
Ya visualizaba ese momento: la pieza clave fuera del juego, el adversario sumido en la duda, luego en la desesperación. La derrota sería total.
—Y la victoria será mía —susurró, una risa seca escapando de su garganta.
Salió de la habitación y descendió por los corredores silenciosos para reunirse con Nix. Tenía que asegurarse de que todas las líneas de su estrategia avanzaban sin tropiezos.
—Nix, ¿cómo va tu misión? —preguntó con tono glacial.
—Todo marcha según lo previsto. Me he convertido en su blanco principal. Los cazadores me persiguen sin tregua. El único inconveniente: los licántropos también se han unido —respondió, visiblemente irritado.
—¿Licántropos? ¿Cuáles? —preguntó, la sorpresa quebrando por un instante su máscara de control.
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Editado: 08.06.2025