Una luna sangrienta lamía los cielos de Thenbel, tiñendo las nubes con un rojo funesto. Faltaban solo dos días para que estuviera llena, y ya proyectaba su influencia nefasta sobre el mundo. No anunciaba otra cosa que carnicería y final. Para los hombres lobo, era un llamado a la guerra, una promesa de poder absoluto. Y pensaban aprovecharla para arrasar con todos sus enemigos: los trolls del caos, Nix y, sobre todo… Aidan, el asesino de la manada de Sabo.
El Alfa supremo lo sabía: en circunstancias normales, el vampiro era más fuerte. Pero bajo la luna llena, el equilibrio podía inclinarse a su favor. Al menos, eso quería creer.
En la sombra de su guarida, Sarron y los suyos se entrenaban con fiereza. Trazaban las posiciones de sus objetivos, se preparaban para el gran enfrentamiento. El olor de la sangre inminente excitaba sus sentidos. Su agresividad se volvía difícil de contener a medida que el astro escarlata se redondeaba. Esta vez, sin embargo, sabían exactamente sobre quién descargar esa rabia animal.
Perseguir a Nix era inútil. Aún no era el momento. Así que esperaban, al acecho, afilando su odio, delineando los contornos de un plan letal. Venganza o muerte: no habría alternativa. Aquellos que habían destruido su manada debían caer.
Pero entonces, un intruso lo cambió todo. Un ser no deseado. Poderoso. Implacable. A pesar de todos sus esfuerzos por ocultarse, los había encontrado. Penetró su territorio como un viento de sombras. La reacción fue inmediata, brutal. Los hombres lobo se lanzaron sobre él, listos para despedazarlo, pero él esquivó cada ataque con una facilidad casi sobrenatural. Aun así, no contraatacó.
—No vine a pelear con ustedes —declaró con voz serena.
Sarron y Sabo se detuvieron. Desconfiados. Sus músculos tensos, los ojos encendidos de desafío.
—Entonces dime, ¿por qué viniste, vampiro? —preguntó Sabo, con una voz tan afilada como sus colmillos.
—Para hablar contigo. Para revelarte la verdad sobre el asesinato de tu padre… y de su manada.
Cayó un silencio. Inesperado. El combate se detuvo, las garras quedaron en suspenso. Los lobos aún rodeaban al intruso, pero ninguno atacaba. Aún no.
—Esa verdad ya la conozco —gruñó el Alfa—. Y el culpable pagará con su vida.
—Tú crees conocerla… pero la verdad suele ser más retorcida de lo que parece. Se disfraza, miente. Se esconde tras las evidencias. Creemos tenerla en nuestras manos… pero muchas veces, se nos escapa.
El tono del vampiro era sereno, casi hipnótico. Sus palabras se infiltraban como un veneno sutil. Sabo frunció el ceño, turbado.
—¿Qué estás tratando de decir? —soltó, desconcertado.
La sombra de la duda se colaba en su mente. Las palabras del desconocido sembraban confusión. ¿Estaba insinuando que Aidan no era el verdadero asesino? Era absurdo. Él había visto la prueba. Lo sabía. Y sin embargo… ¿y si esa certeza no era más que una mentira?
No. No, eso era imposible.
Pero Sarron, con una sola mirada, lo arrancó de sus dudas. La manada no podía tambalear. No ahora.
—No lo escuches, Sabo. Está intentando confundirte para impedirte vengarte. Mejor lo matamos de una vez —dijo Sarron, con voz firme e implacable.
Esas palabras disiparon las dudas que germinaban en la mente de Sabo. Sarron tenía razón. Era mejor eliminar a ese vampiro aquí y ahora, antes de que se convirtiera en un obstáculo en su camino, un muro entre él y la justicia que exigía. Pero ¿acaso sería posible eliminarlo?
—¿Matarme, eh? Tal vez lo consigan, considerando cuántos son. O tal vez no. Pero escúchenme bien: varios de ustedes morirán antes que yo. Así que les hago la pregunta... ¿de verdad quieren intentarlo? Ustedes deciden —lanzó Draven, su voz grave y amenazante, cada palabra una cuchilla en el aire congelado.
No era un farol ni una simple amenaza. Era una advertencia real. Un individuo solo, rodeado por una manada hambrienta… pero inquebrantable. Draven se mantenía perfectamente sereno, anclado en una confianza helada. Ni un temblor, ni una sombra de duda cruzaba su rostro. Sabo lo conocía. Sabía de lo que era capaz. Todos lo sabían. Ese hombre, incluso solo, podía hacer pedazos a toda su manada.
El silencio se hizo pesado. Luego, el Alfa supremo dio un paso al frente.
—Habla. Te escucho. ¿Qué haces aquí? —preguntó, con un tono calmado pero cargado de furia contenida.
Y Draven habló. Y los lobos, a pesar suyo, escucharon.
Los rayos sangrientos de la luna se derramaban sobre Thenbel, tiñendo la ciudad con una luz macabra. Las noches se alargaban, los cuerpos se agotaban, pero los cazadores se negaban a ceder. Perseguían sin descanso a un enemigo escurridizo, implacable: Nix.
Ya eran varios días repitiendo la misma danza. Combate. Huida. Agotamiento. En cada enfrentamiento, Nix escapaba del cerco, y cada vez, desataba contra ellos una horda de trolls del caos. Los cazadores sobrevivían, pero ¿a qué costo? La resistencia los abandonaba poco a poco, sus fuerzas se desgastaban.
Pero él no. Nix parecía inagotable. Poderoso. Resuelto. Quería acabar con la familia Byron. Cada noche los empujaba un poco más hacia el abismo, pero cada noche resistían. Sin embargo, esa noche… el ataque fue diferente.
Bajo el cielo rojo, los gritos resonaban una vez más. Los combates ardían en los callejones destrozados. Rose y los suyos hacían frente —una vez más—, pero esta vez, Nix había reunido más criaturas que nunca. Concentraba toda su furia, todo su odio, contra ellos. Los hombres lobo no habían salido esa noche. Nada distraía su atención.
—Este jueguito del gato y el ratón ya me está cansando seriamente. Vamos a terminar con todo esto, aquí y ahora —dijo con un tono filoso.
—Solo tienes que rendirte, y todo acabará —respondió Rose, aparentemente serena, pero con la mirada tensa.
Nix soltó una carcajada amarga, cargada de rencor. Ella lo despreciaba aún, al igual que la bruja, aquella mujer enmascarada que jamás le mostró el rostro. Una máscara, un muro, una ofensa.
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Editado: 08.06.2025