Un suave perfume flotaba en el aire.
La brisa matinal silbaba perezosamente a través de las ventanas entreabiertas, mientras los primeros rayos del sol —dorados, cálidos— inundaban la habitación con su calor. En aquella luz apacible resonaba una voz, una voz maternal, llena de dulzura y armonía. Se deslizaba por los pasillos de la casa como una nana invisible destinada a sus hijas.
Sus hijas… las brujas.
La vida había sido hermosa. Simple. Radiante.
Cada día era solo una nota más en la partitura tranquila de una familia unida, alegre, acariciada por la magia y el amor.
Pero aquella dicha fue borrada.
Brutalmente. Para siempre.
Una tormenta cayó sobre ellas. Hombres llenos de miedo, mujeres cargadas de odio, una multitud enloquecida, guiada por el temor y la ignorancia, devastó aquel refugio de paz. Acusaban a las brujas de ser instrumentos de las tinieblas, servidoras del caos, invocadoras de monstruos. Una ironía cruel: esas mujeres, durante siglos, habían luchado junto a los cazadores para proteger a la humanidad.
Pero algunas, seducidas por la inmortalidad, habían traicionado.
Habían sacrificado niños, inocentes, para alimentar su propio poder. Y eso fue suficiente.
La caza comenzó.
Sangrienta. Implacable. Ciega.
Los humanos persiguieron a todos los que tocaban la magia, sin distinción. Hechiceros, alquimistas, curanderas, médiums —todos masacrados.
Nicolaya, la madre, no era una bruja. Pero sus hijas sí lo eran. Y cuando llegó el peligro, hizo lo que ninguna magia podía hacer por ella: se sacrificó. Dio su vida para salvar la de sus hijas.
Y ese día, la música de su felicidad se rompió para siempre.
Presente: en la sala del ritual
Ima lo veía en sus ojos.
Aidan.
Su mirada ya no ardía solo de odio o de furia. Había culpa, dolor, pérdida. Lo que leía en él era ella misma. El reflejo de lo que había sentido el día en que le arrebataron a su madre. Ese día en que su inocencia fue consumida, en que su alma se templó en las llamas del odio.
Y eso la perturbó.
Pero ya era demasiado tarde.
El pasado no era más que un eco. Un espejismo doloroso. Rechazó toda compasión, toda piedad, y volvió a centrarse en su misión.
—¿Eras tú, la mujer que conocí en mi otra vida? ¿O fue otra de tus mentiras? —lanzó Aidan, bruscamente.
Sus palabras la devolvieron con violencia al presente.
—Sí. Era yo —respondió ella, con un tono neutro—. Un hechizo antiguo, muy poderoso, creado por las brujas más grandes. Proyectaron una imagen de mí en tu mundo. Una forma de astralización. Como enviar mi reflejo a través del espejo. Lo viví como un sueño… hasta el día en que desperté. Tal vez porque mi misión había terminado.
—Entonces no eras real. Solo una ilusión que robó mi confianza… —murmuró él—. Dime, ¿cómo me encontraste en este mundo? Ya no soy el mismo. No me digas que fue por intuición.
El silencio cayó como una guillotina. Aidan permanecía inmóvil, con la mandíbula tensa por el dolor, pero su mirada no titubeaba —fija en Ima, recta, insistente, ardiendo con una resolución muda.
Entonces, de pronto, la bruja deslizó una mano en su bolsillo y sacó una pulsera de hilo rojo. Aidan se paralizó. Conocía ese objeto. Simple, modesto —era suyo. El último regalo que su abuela le había dado antes de desaparecer. Un nada para el mundo, pero para él, un tesoro cargado de memoria y amor.
—Veo que la reconociste, esta pulsera. Perfecto. Te pertenecía… o debería decir, le pertenecía a Alfred. Me contaste cuánto significaba para ti. Fue gracias a ella que pude encontrarte —dijo Ima con voz tranquila.
—¿Cómo…?
La duda intentó infiltrarse en la mente de Aidan. ¿Sería un engaño, una simple copia? ¿Un truco de la bruja para hacerlo flaquear? No. Lo sabía. Lo sentía. No era una imitación —era la suya. Incluso perdida entre miles, la habría reconocido. Ese objeto estaba marcado por sus emociones, impregnado del amor inalterable de su abuela.
—Es sencillo. Me la llevé. Esa, y tantas otras piezas valiosas —cada una portadora de un alma, de un destino. Reliquias que recolecté en el otro mundo, de aquellos que lo habían abandonado.
Cada artefacto en la bolsa de Ima contenía esencia. Los había recogido en los límites entre mundos, cuando alma y cuerpo se separaban. Gracias a esos fragmentos de existencia y a la magia oscura que dormía bajo su piel, pudo encontrar a Aidan —pese a los cambios de forma, de alma, de identidad. Porque su alma, esa no mentía.
Un silencio pesado volvió a imponerse. Solo quedaban los zumbidos sordos de la energía mágica vibrando y los ecos apagados de batallas lejanas. Una sonrisa triunfal se dibujó en los labios de Ima. Aidan, en cambio, tambaleaba. Débil. Exhausto. La agonía avanzaba, centímetro a centímetro. Convertirse en un peón, una herramienta más en las filas de Versias, era solo cuestión de tiempo. Y sin cesar, las brujas lanzaban ráfagas de energía oscura, tratando de quebrar su voluntad, de someter su espíritu a su dominio.
Al mismo tiempo, la batalla rugía en la finca.
Tomados por sorpresa, los hombres lobo eran arrasados por ogros enfurecidos, trolls del caos sedientos de sangre y vampiros rabiosos. Los ogros, en su frenesí brutal, dispersaban las filas de los lobos. Entonces, los trolls y los vampiros caían sobre ellos desde todos los flancos, implacables, sin darles tregua ni la menor oportunidad de reagruparse.
Acorralados, los lobos vengadores luchaban por sobrevivir.
Solos frente al poder aplastante de la bruja, aún resistían. Una y otra vez, volvían al ataque, alimentados por la luz escarlata de la luna llena. Resistían, contraatacaban, esquivaban, giraban sobre el campo de batalla con una furia multiplicada, con un ímpetu feroz. Derribaban decenas de trolls, abatían a algunos vampiros… pero todavía no habían logrado derribar a un solo ogro.
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Editado: 08.06.2025