Lugar: Torre mayor, Ciudad de México, México.
Han pasado muchos minutos desde que Ricardo y los tres entes inferiores se fueron del rascacielos cerca del bosque de Chapultepec. El resto del equipo y el segundo guardián casi se terminan de alistar para emprender el viaje hacia otro país; en especial, ropas para cambiarse. Sérim, Enmaru y Akuris pueden crear más que un guardarropa de la nada; les proponen a sus compañeros que no preparen ninguna maleta, puesto que ellos pueden proveerles de ropas a lo largo de los trayectos que les esperan. Todos aceptan; así el viaje será menos pesado. Francisco es el único que tiene que cargar con otros objetos imprescindibles: cartuchos para su fusil de asalto y para sus pistolas Glock.
Después de que la FESEDERM ha desalojado por completo el lugar, el grupo de héroes come por última vez en el restaurante del piso cincuenta y uno. Durante la comida, Nila se percata que la pequeña Quetzalzin ha permanecido junto a Francisco todo el tiempo; ella recuerda que el comandante le había platicado, que siempre ha procurado dejar a su hija bajo el cuidado de otros compañeros y empleados. Poco antes de terminar con los alimentos, Oleim le pregunta a Francisco el porqué no dejó que se llevaran a su hija.
—Lo he pensado desde que fuimos a tu aldea; desde que Abihu se comprometió a cuidarla —dice Enrique, segundo nombre del comandante, manteniendo una mirada meditativa hacia la mesa y siguiendo hablando—. Recientemente, en días pasados antes de recibir a Ricardo cuando llegó del planeta Tierra, he recibido varias llamadas y cartas amenazantes; me han tratado de intimidar con amenazas de muerte, o que le harán daño a mi hija. Mis compañeros y la niñera que la cuidaba no querían arriesgarse a morir; renunciaron y dejaron a mi hija indefensa—. Enrique hace una corta pausa antes de terminar de relatar—. El éphimit Édznah tiene razón; solo permaneciendo lo más cerca a este grupo, mi hija podrá sobrevivir.
Así revela Francisco que ha decidido llevarse a su hija a lo largo de las siguientes aventuras donde vaya; su compañera se impresiona al instante siguiente por esa decisión tan arriesgada. Al final de la comida, ella le promete que cuidará muy bien de la niña; Francisco le agradece ese gesto de caridad.
—Ahora, ¿cómo vamos a viajar a ese lugar que dijo el protector de nuestro universo? —inquiere Akuris mientras el grupo camina hacia la recepción del club cincuenta y uno y hacia los elevadores.
—Un jet personal nos llevará a ese lugar —anuncia el doctor Friedrich.
Todo parece que está arreglado, hasta que la princesa Numsegohg exclama una orden.
—¡Esperen! —grita Sérim, cuando todos están reunidos en la recepción, despidiéndose de los empleados del club.
—¿Qué pasa? —inquiere Lindalë, espantada.
La átbermin no responde, cerrando los ojos y escuchando atentamente una voz omnipresente que solo ella percibe.
—El dios regente dice que no necesitamos un avión; dice que ya tenemos ayuda personal, esperándonos —dice ella luego de unos momentos de silencio.
—¿El dios regente? ¿Te refieres a Kijuxe? —inquiere Ricardito, parado junto a ella.
—Así es. Los numsegóhgs pueden comunicarse en cualquier hora y lugar con Kijuxe —le dice Nhómn al pequeño, para luego dirigirse con Sérim—. ¿A cuál ayuda se refiere, princesa Náham?
La átbermin voltea a un lado, escuchando atentamente la voz de Kijuxe.
—Dice que son, ¿dos mascotas? —inquiere ella, volteando con todos sus compañeros.
—¡Es cierto! —exclama Francisco, llevándose una mano a la cabeza, recordando el hecho peculiar de hace un día atrás—. Las mascotas de Ricardo y de Édznah; ayer dijo Yev-Lirn que nos ayudarían.
—¿A cuales mascotas se refieren? —inquiere Cathal con interés.
—Es un águila gigante y un dragón japonés —informa Friedrich.
—¡¿Dragón?! ¡¿Existen los dragones en este planeta?! —pregunta y exclama el gitano muy asustado.
—Solo uno en todo el universo, que es la mascota de Abihu; abundan las leyendas de esas bestias mitológicas en varios países, pero no hay ningún otro más que esté vivo —explica el mismo doctor.
—Kijuxe me está diciendo que esas dos mascotas nos llevarán hacia nuestro siguiente destino —aclara Sérim.
—En ese caso yo montaré el águila; no podré acercarme para nada al dragón —comenta Albert Cathal, un tanto preocupado.
Al preguntar las razones, el romaní les platica rápidamente acerca de su maldición sanguínea con esas bestias; termina con la frase que le dijo a su antiguo mejor colega antes de que muriera: los gitanos y los dragones no se mezclan, ni siquiera en pinturas.
Se ha resuelto el medio de transporte, pero a cambio ha surgido otro: montarán a bestias salvajes, por lo que no será un viaje relajante y tranquilo. A Quetzalzin no le emociona mucho este nuevo medio de transporte, pero su padre y amigo Enmaru logran calmarla. Anticipándose a un hecho importante, Nhómn y Manuel predicen que algunos necesitarán abrigarse de más, refiriéndose más específicamente a los ótbermins del grupo; los faipfems tienen pelaje y plumaje que les calentará. Para sorpresa de ellos, Sérim dice que para ella no es necesario, su cuerpo resiste muy bien los cambios bruscos de temperatura; en cambio, Nila Oleim sí necesita de ropa abrigadora, porque su pelaje corto no le cubre todo el cuerpo.