Libro 3: Una guerra debe prevenirse

Capítulo 40 “La dingo alfa Alexandra”

Los cinco investigadores caminan hasta llegar al mismo límite entre la ciudad y el extenso desierto que lo rodea. El último bloque de casas y el extenso paisaje arenoso café solo está separado por una ancha carretera; no hay reja de alambres u otra clase de barrera, porque no hay fauna salvaje peligrosa que soporte vivir en ese bioma infernal; solo insectos y varias lagartijas.

El tipo misterioso atraviesa la tranquila carretera y voltea directamente con sus seguidores, esperándolos pacientemente. Ricardo y los otros se acercan, siempre atentos a una posible trampa.

Al llegar a su lado, los forasteros descubren que han estado siguiendo a un muchacho de aproximadamente dieciocho años; un útbermin que viste una sudadera con capucha, la cual cubre su cabeza, jeans y tenis. Al intentar mirar el rostro, Ricardo descubre que lo tiene cubierto con una bandana, la cual tiene el estampado de una calavera, dejando solamente los ojos al descubierto. El ciudadano está hablando por teléfono celular, pero cuelga segundos después.

Francisco es el primero en decir las primeras palabras, descubriendo que el joven habla su idioma natal.

—¿Quién de ustedes es el supuesto protector de nuestro universo? —inquiere el desconocido.

—Yo; ellos son mis ayudantes —responde Ricardo, dando un par de pasos al frente.

—Soy un integrante de los leales dingos roñosos. Te llevaré a nuestra guarida secreta, pero antes, tienen que prometer colocarse esto en los ojos —expresa el pandillero, extrayendo otros pañuelos de la bolsa delantera de su sudadera—. No confiaremos en ustedes, hasta que nos conozcan de verdad y mantengan a salvo nuestro secreto.

Inmediatamente todos voltean con Ricardo, preguntándole silenciosamente qué hacer. El protector cierra los ojos y nuevamente consulta a sus consejeros, quienes siguen disfrutando su tiempo libre en el hotel.

«Acepte capo. Una vez que llegue con el líder, elimínelos a todos y así nos ahorramos la molestia de regresar a este sitio», es lo que le dice su consejero siniestro con el pensamiento.

«Prométalo jefe, pero primero hay que investigar antes de atacar. Solo visítelos y conózcalos más. Nosotros dos los vigilaremos desde aquí, en el hotel», opina el consejero diestro con la mente.

David abre los ojos y habla por sus cuatro compañeros, diciendo que así lo harán. El desconocido vuelve a usar su teléfono, realizando una llamada rápida; segundos después una camioneta estacionada a varias calles avanza y se detiene junto al grupo. Todos se apresuran en subir, acomodándose rápidamente en los asientos disponibles; mas al voltear hacia adelante, en el largo asiento atrás del conductor, los cinco extranjeros descubren a dos tipos apuntándoles con dos ametralladoras tipo uzi.

—Son solo medidas de seguridad. Ahora cúbranse los ojos —les dice el útbermin de antes, entregándoles los pañuelos negros y cerrando la puerta corrediza de la camioneta.

Ricardo les ordena a sus acompañantes que sigan las instrucciones, aunque ellos no están muy convencidos de que sea una buena idea. Una vez que los próximos visitantes no pueden ver nada, la camioneta avanza. Les piden a todos que se agachen lo más posible para evitar atraer la atención; aunque los vidrios están polarizados, es mejor tomar todas las precauciones posibles. El viaje es algo largo, tomando varias vueltas innecesarias para confundir al protector y sus ayudantes.

Cuando el vehículo se detiene, Ricardo escucha que abren la puerta corrediza. Otros pandilleros ayudan a los visitantes a bajar de la camioneta y los guían hacia otro lugar; para sorpresa de los investigadores temporales, los desconocidos son muy amables, ayudándoles todo el tiempo a caminar; no los apresuran ni jalan bruscamente, indicándoles dónde hay que dar vuelta, dónde hay un escalón, dónde agachar la cabeza, etc… Llegan a un ascensor y bajan un par de pisos; al salir del mismo, es cuando les quitan las vendas a las nuevas visitas. Ricardo vuelve a ponerse los lentes innecesarios, debido a que se los tuvo que quitar.

Ricardo y compañía se encuentran al principio de un ancho pasillo, muy simple y alumbrado con lámparas largas LED. Las paredes están llenas de diferentes graffitis; obras de arte realizadas con pinturas en aerosol. Escoltados por otros pandilleros armados, llegan a lo que parece un almacén subterráneo bastante amplio. Repartidos en la mayoría de espacio disponible, están los integrantes de la pandilla, que a la vez es una gran comunidad: mujeres, hombres, ancianos, niños y jóvenes; tanto ótbermins como faipfems. Para ablandar el suelo, cada familia ha colocado varias cobijas y colchonetas, donde se acomodan sus hijos y hermanos. La mayoría viste parecido a un vagabundo: ropas sucias y rotas. En las paredes de los alrededores, hay más soldados equipados con sus fusiles de alto calibre; aparte de esos hombres/machos y mujeres/hembras armados, hay varias puertas de metal. 

—¿Toda esta sociedad forma parte de la pandilla? —le pregunta Ricardo a uno de sus escoltas.

—Son nuestros protegidos; ya se lo explicará ella —responde el pandillero, seriamente y sin voltear a verlo.

—¿Ella? ¿A qué te refieres… —trata de indagar el protector, pero otra voz lo interrumpe.

—¡Por fin llegaron! ¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! —exclama la voz alegre de una mujer.

Volteando hacia el frente, David observa que una átbermin se acerca, escoltada por dos hombres armados.




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