—¿Por qué aceptaste el reto? Era mejor preguntarle a Ricardo —le dice Ariadna a su compañera, mientras son escoltadas al ring de combate.
—No creo que sea buena idea; por el momento nosotras estamos a cargo. Aparte, no es para preocuparse; seré blanda con Alexandra. Su cuerpo no está tan ejercitado como el mío —le responde Lindalë tranquilamente.
—Aaahhh. Solo estás interesada en la pelea —menciona Ariadna ya más tranquila y entendiendo todo; mas al segundo siguiente se vuelve a preocupar—; ¿pero al final que haremos? ¿Les ayudamos o no les ayudamos?
—Noté inmediatamente la determinación de Alexandra por ayudar a los ciudadanos que encontramos cuando llegamos; en cambio, la alcaldesa Kelly estaba poco preocupada cuando nos dio la noticia de esta pandilla. Le creo más a Alexandra; aunque le ganemos, guardaremos su secreto y le ayudaremos —explica Lindalë felizmente, volteando al final con su compañera.
—Solo hay que convencer a Ricardo y a los otros; ojalá y encuentren más información importante por su cuenta —expresa Ariadna mientras el ascensor baja al tercer nivel subterráneo de la guarida.
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Entre tanto que se realiza la junta en el cuarto privado, Ricardo y sus compañeros empiezan a indagar entre los ciudadanos presentes acerca de la ciudad y hechos recientes. Todos dicen que la ciudad poco a poco está cambiando, pero son cambios sutiles: nuevos negocios, expansiones de hoteles, e incluso nuevos almacenes que ahora están abandonados; también escuchan historias tristes de que el gobierno les quitó su empleo o su hogar sin razón aparente. No tenían nada de adeudos de impuestos, ni ninguna razón justificable para despedirlos.
Al hablar con algunos pandilleros, ellos les relatan al trío que la delincuencia ha subido un poco. Aceptan que han hecho destrozos en tiendas o en edificios públicos, pero no le han robado nada a nadie ni lastiman a los ciudadanos; las guaridas secretas las han asegurado para el beneficio de los refugiados. Lo que en verdad ocurre, es que la misma alcaldesa les está pagando a varios hampones para que hagan destrozos mayores, roben y asesinen a los posibles soplones; luego se dejan atrapar por la policía para crear buena propaganda en los noticieros y periódicos, pero son liberados poco después; ningún medio informativo dice una sola palabra cuando eso ocurre. Así es como Kelly mantiene engañada a su gente, mientras la ciudad es invadida poco a poco.
—Esto se ve muy mal, comandante. Bien podrían estar mintiendo —dice Ricardo, después de darle las gracias al pandillero armado que acaba de hablar.
—Pero recuerda que estamos cerca de la ciudad de Quekea; las naciones alrededor de Wisune están tratando de evitar que esa plaga llegue a sus territorios, pero son demasiados criminales. Hay una posibilidad de que varios de esos malhechores hayan llegado aquí; si son contratados por la alcaldesa o no, eso lo tendríamos que averiguar más a fondo y con el equipo adecuado —opina Francisco seriamente.
Los tres hombres siguen explorando la gran guarida secreta, llegando al nivel de abajo: el gran comedor, las duchas (las cuales están en otro salón junto al almacén subterráneo) y lo que parece ser un gimnasio. Albert Cathal ha permanecido callado por cortos momentos; la mayoría del tiempo, les ha estado preguntando muchas inquietudes a sus dos acompañantes; dudas que han surgido continuamente al estar observando las condiciones en que viven los refugiados.
Mientras caminan entre las largas mesas plegables que la pandilla ha dispuesto, para que los ciudadanos sin hogar puedan comer, la atención de Albert es atraída hacia cuatro muchachos que están probando alimento: dos átbermins y dos útbermins de diecinueve y veinte años de edad. Cathal se acerca con los jóvenes; tal parece que se acaban de bañar. Al estar a casi enfrente de ellos, los estudia atentamente; le recuerdan a cuatro amiguitos especiales, pero ellos tenían una edad más infantil.
Al lado de los jóvenes está una mujer, cuidándolos.
—¿Son sus hijos? —le pregunta Cathal a la átbermin de unos cuarenta años de edad.
—No, ninguno lo es. Los encontramos hace dos días y medio atrás. Estaban perdidos en una de las tantas calles del centro; sufren amnesia y no recuerdan nada de su casa, sus padres u otros familiares —esclarece la mujer.
Cathal sigue observando a los cuatro jóvenes, quienes visten ropas casuales de segunda mano, hasta que una de las chicas intercambia miradas con él. El gitano aprecia sus ojos caídos color amarillo canario, junto con esos cabellos lacios y largos color cerceta muy oscuro. El hombre sonríe y saluda ligeramente, pero la chica solo mantiene su cara seria, sin atreverse a saludar al desconocido. El romaní se decepciona y vuelve a la seriedad.
—¡Hey! ¡Albert Cathal! ¡Ven rápido, algo está ocurriendo! —le grita Ricardo a su compañero.
El romaní se aleja rápido y se reúne con sus amigos.
—Albert Cathal, Albert Cathal, Albert Cathal… —susurra la joven de ojos amarillos y de diecinueve años, bastante pensativa.
No solo ella, los otros tres jóvenes también susurran ese nombre varias veces.
—¿Qué están diciendo? ¿Qué les pasa? —inquiere la mujer mayor.
—I… Ida… Idai… ¿Idaira? Sí, Idaira. Idaira —dice la joven muy feliz, al mismo tiempo que se para de su lugar.