Libro 3: Una guerra debe prevenirse

Capítulo 60 “Marlene; maestra y madre temporal / No fue una coincidencia”

Muchos minutos después de la discusión con el segundo guardián sagrado, Ricardo sale afuera de su recamara; se dirige a la playa, asegurándose que Cathal no esté en las cercanías. Transmuta la misma arena de la playa en una silla de plástico y en una sombrilla para protegerse de los rayos del nus; se ha cambiado las ropas por unos pantalones jeans y una camiseta de manga corta, sin nada de calzado.

David Ricardo se queda muy pensativo, luchando con sus pensamientos y preguntas que se hace a sí mismo, tratando de quitarse las preocupaciones que lo atormentan. Una parte de alguna ciudad de todo el mundo va a ser envenenada con dos virus muy peligrosos, aparte de que tiene que pelear otra vez con el forajido negro quien aprendió trucos nuevos, sin contar con las otras dos demonios poderosas. Hay otro asunto que no lo deja en paz, pero es el tema más complicado.

En medio de su meditación, observa que cinco integrantes del equipo han regresado de su paseo por el pueblo; las dos princesas y la familia de tres nuevamente quieren pasar un tiempo en la playa. Junto con ellos está una nueva amiga, quien se entretiene mucho con la pequeña Quetzalzin. Todo el grupo saluda al guardián sagrado de Rómgednar; algunos le piden unos objetos similares a los que ha transmutado, aparte de otros elementos útiles, como protector solar; Quetzalzin le pide aparecer varios juguetes para la playa.

Todo el grupo se divierte y se relaja, dejando a David Ricardo pensar en sus diferentes dilemas. La pequeña hija de Francisco juega con su nueva amiga, hasta que la niña quiere pasar tiempo con su mamá faípfem; la nueva compañera ya puede descansar por unos momentos. Esa mujer se acerca con Ricardo.

—¿Puedo acompañarte? —le pregunta Alexandra a David, un poco cansada por estar entreteniéndose con Quetzalzin. 

La líder dingo alfa ahora usa un traje de baño de una pieza; se ha vuelto a poner los lentes, los cuales los tenía en el cuello, gracias a una cuerda en el final de las varillas.

—Sí claro —dice Ricardo, haciendo ademanes con una mano.

En segundos, la arena junto a su silla se transmuta en un objeto idéntico; también hace aparecer otra sombrilla, proveyéndole una agradable sombra a la jefa rebelde.

—Es muy simpática esa niña y sí que tiene muchas energías —dice Alexandra, feliz, señalando a Quetzalzin adentrarse al mar junto con su mami Nila Oleim; desde ayer la faípfem le ha estado impartiendo clases de natación.

—¿Dónde te los encontraste? —le pregunta David a Alexa, manteniendo su seriedad.

—En medio del pueblo, en el mercado; estaba visitando a un conocido y ahí me encontré a Francisco. No sabía que tenía familia; se nota que son una familia alegre. Decidí acompañarlos y después nos encontramos con Ariadna y Lindalë. Les di un tour por un par de lugares más interesantes, pero Quetzalzin ya quería regresar a la playa. Me invitaron a venir y acepté. Berenice fue quien me ayudó con el traje de baño —relata Alexandra, manteniendo su cara feliz.

Ricardo se queda pensando unos momentos, para luego preguntarle seriamente a la mujer.

—¿Cómo lo haces?

—¿Cómo hago qué? —inquiere Alexandra, muy confundida.

—Eres la dirigente de un gran grupo de renegados, aparte de que casi todos en Pemetoe te están buscando para meterte a la cárcel, sin contar que eres parte de una organización secreta global. ¿Cómo puedes estar todo el tiempo feliz y sin preocupaciones? —indaga Ricardo con inquietud.

Alexandra sonríe antes de contestar.

—Es preferible que solo atormentarte por cosas que aún no suceden —dice Alexandra, volteando hacia adelante y manteniendo la sonrisa—. Sí me preocupo, pero solo los pocos momentos necesarios. Sé que me están buscando, pero también sé que tengo amigos que me ayudan; me avisan cuando los policías están cerca y también me defienden. En realidad no es tan necesario que hagan eso, tengo mis poderes excepcionales —dice Alexandra, abriendo y cerrando una de sus manos.

—¿Cómo es que obtuviste un poder similar al de Kijuxe? —pregunta Ricardo.

—Un momento, ¿cómo es que sabes que soy tan poderosa como Kijuxe? —le pregunta la líder dingo, algo perpleja.

—Tengo un par de informantes confiables —dice David tranquilamente, refiriéndose a Fiorello y Abihu.

—Todo comenzó cuando cumplí los dieciocho años. Vivía en la ciudad de México con mi familia; una familia disfuncional. Mis padres peleaban todo el tiempo y les prestaban más atención a mis hermanos que a mí. Un día, conocí a un chico guapo que vivía en otra calle de la colonia y me enamoré de él. Fue mi primer y único novio. Me convenció de abandonar mi hogar y escapar con él a otro lado —narra Alexandra con seriedad.

—¿De tu misma edad? —indaga David, interrumpiendo el relato.

—Casi; él tenía diecinueve años. Me convenció fácilmente y así lo hice. El día acordado nos reunimos en una calle cerca de mi casa. Dejé de ir a la preparatoria un par de años atrás; solo cursé el primer año y la abandoné. Mis padres siempre me decían que tenía que esforzarme más porque mis calificaciones eran bajas, siempre comparándome con mi hermano mayor que era un genio y eso siempre me molestaba. Mi novio me llevó a un cuarto de vecindad; ni siquiera era una casa. Ahí solo había espacio para una cama y otro par de muebles. Ese fue mi nuevo hogar por varios meses, soportando a ese infeliz que me engañó; solo quería acostarse conmigo. Por suerte me sabía defender y no le permití que me violara; pero solo provoqué su enojo. Me empezó a agredir, verbalmente y con golpes, hasta el día que me escapé una mañana cuando él se fue a trabajar; era albañil —relata Alexandra tranquilamente.         




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