La mansión no era más que un campo de batalla macabro, un santuario profanado por la masacre. La atmósfera era opresiva, asfixiante, saturada por un aura de muerte rampante. Las paredes, antaño majestuosas, estaban manchadas con hemoglobina ennegrecida, marcadas con los estigmas de una lucha sangrienta. El aire mismo arrastraba el hedor fétido de los cuerpos calcinados, vestigios evaporados de vampiros abatidos bajo los golpes implacables del mayordomo.
La cacería continuaba, implacable. Cada segundo traía consigo su cuota de muerte y excitación mórbida.
Assdan se movía como una fiera en su guarida, deslizándose entre las sombras, dejando a su paso un rastro de destrucción con precisión quirúrgica. Aquí, él no era la presa. Él era el cazador. Conocía cada rincón de la mansión, cada pasadizo oculto, cada falla que podía explotar.
Atacaba sin previo aviso, surgiendo de la nada para aniquilar a sus enemigos. Su arte del asesinato era una sinfonía de silencio y caos. Una mano descendía, garras afiladas perforaban la carne, arrancando un corazón aún palpitante. Un grito ahogado, una silueta que se desplomaba antes de desvanecerse en cenizas bajo el filo certero de una estaca clavada en el pecho. Estaba en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, manipulando a sus perseguidores como marionetas, guiándolos exactamente hacia donde él quería.
Las estatuas rotas proyectaban sombras amenazantes, las pesadas cortinas rasgadas dejaban pasar una luz enfermiza. Candelabros volcados ardían lentamente, proyectando reflejos titilantes sobre el mármol mancillado de sangre. El olor de la madera quemada se mezclaba con el hierro y la ceniza, formando un perfume sofocante de apocalipsis.
No necesitaba armas. Sus manos eran suficientes. Su fuerza era suficiente. Aniquilar a vampiros ordinarios no era más que un juego para él. Antes de ser transformado, ya era un guerrero formidable. Ahora, era un veterano trascendido por el poder sobrenatural.
El pánico se iba infiltrando poco a poco entre los esbirros de Alfred. Su determinación vacilaba, erosionada por el terror de un enemigo invisible. Ahora ellos eran la presa. Y, sin embargo, en medio de este tumulto, Alfred permanecía imperturbable. Una sonrisa tensa se dibujó en sus labios. Irritado, pero intrigado, observaba. Escuchaba los ecos de la carnicería.
Un sonido seco, siniestro, estalló en un pasillo a la izquierda. Dos cuerpos cayeron. Más adelante, una onda de vibraciones sacudió el aire. Assdan había encontrado más resistencia. Una batalla más intensa. Un enfrentamiento más feroz.
Alfred apretó los puños. Una sonrisa depredadora curvó sus labios.
El juego apenas comenzaba.
Assdan avanzaba en las sombras, implacable y silencioso, como un depredador acechando a su presa. Su mirada fría, afilada como una cuchilla, recorría los pasillos mancillados de la mansión. Cada paso resonaba como el tañido fúnebre de la muerte para aquellos que habían osado profanar el hogar de Aidan.
Había esperado este momento con una paciencia asesina.
No habría piedad ni tregua. Esos parásitos nunca habían tenido un lugar aquí. No eran más que sombras indeseables en un santuario que no merecían siquiera rozar. Assdan los eliminaba uno a uno, metódicamente, como quien purifica un templo de impurezas profanas. Cada grito ahogado, cada estertor agonizante, no despertaba en él ni remordimiento ni placer. Solo quedaba una certeza: la justicia de Aidan exigía sangre, y él sería quien se la entregara.
Detrás de él solo quedaba el silencio. El de la muerte. El del vacío.
Pero no había olvidado a Alfred. No, él sería el último. Oh, ya saboreaba el instante en que ese miserable, ese traidor, rogaría por su vida. Aquel que había osado mancillar la imagen de Aidan, usurpar su nombre, manchar su reputación. No merecía una muerte rápida. Experimentaría sufrimientos a la altura de su traición. Antes de morir, hablaría. Suplicaría. Y solo entonces, Assdan le ofrecería el olvido.
Pero Alfred no era una presa cualquiera. También era un cazador. Acechaba al mayordomo, cada músculo tenso, cada sentido alerta, ansioso por acabar con esa sombra esquiva.
Ya la mitad de sus esbirros habían sido segados por Assdan, y sentía cómo la otra mitad caía a su alrededor, impotente ante ese enemigo invisible. Un gruñido sordo brotó de su pecho. De rabia. De frustración. Esos inútiles solo servían para morir bajo las manos del mayordomo. Estorbaban su avance, lo lastraban como un peso muerto.
Así que dejó de prestarles atención.
Cuando uno de ellos apareció, herido, suplicando una ayuda que Alfred no tenía intención de darle, le arrancó la cabeza de un tajo. Otro, demasiado lento para apartarse de su camino, terminó empalado por su propia mano, la mirada congelada en una muda incomprensión antes de que la vida lo abandonara.
Uno a uno, aquellos que juraron seguirlo perecieron bajo sus golpes. No porque lo hubieran traicionado. Sino porque ya no eran más que obstáculos entre él y su presa.
Y aun así… pese a la furia que lo consumía, otra emoción comenzaba a infiltrarse en su interior.
Excitación.
Debería estar enfurecido. Assdan se le escapaba una y otra vez, inalcanzable, desvaneciéndose justo en el instante en que creía haberlo acorralado. Cada rincón de la mansión se convertía en un callejón sin salida, cada golpe que lanzaba solo encontraba el vacío.
Pero esa resistencia… ese combate… oh, era exquisito.
¡Qué sensación tan deliciosa la de perseguir a un oponente que se negaba a caer sin pelear! Una sonrisa depredadora se dibujó en sus labios. Saboreaba la caza, el desafío, la adrenalina que ascendía cada vez que sentía a Assdan tan cerca… para luego verlo escapar de entre sus garras.
Pero eso no duraría para siempre.
Pronto lo acorralaría.
Pronto lo sostendría entre sus garras.
Y entonces vería si el mayordomo seguía siendo tan escurridizo mientras le rompía los huesos.
#7608 en Fantasía
#1714 en Magia
vampiros brujas hombres lobo, elfos dragones grifos y otros, vampiros cazadores humanos hbridos
Editado: 21.04.2025