Libro 4 - El Juramiento de Sangre

Capítulo 14: Los Depredadores y las Presas

La bruja y Chris, el usurpador, estaban a solo unos metros de distancia.

Detrás de ellos, un muro de hielo se alzaba, encerrando a Melfti en un duelo desesperado contra los cazadores restantes.

Una brisa helada sopló sobre Rose y Hex, pero no era solo el viento.

Era la preocupación.

Sabían que Melfti era poderosa. Habían vislumbrado la fuerza bruta de una Naxel, la última de su linaje.

Pero cinco cazadores.

Cinco asesinos entrenados para exterminar criaturas de la sombra, para superar a seres mucho más fuertes que ellos gracias a la inteligencia, el ingenio y décadas de conocimiento.

Las criaturas sobrenaturales les temían.

Y Melfti estaba sola.

Rose y Hex lanzaron una última mirada hacia la barrera de hielo.

Luego, enfrentaron su destino.

No podían desperdiciar la oportunidad que Melfti les había dado.

El camino estaba abierto.

Debían avanzar.

La duda se desvaneció. La inquietud se disipó.

En sus ojos, una nueva llama se encendió.

Determinación.

En ese instante, nada más existía.

Ni Melfti.

Ni Sabo.

Ni Aidan.

Ni la batalla que rugía a su alrededor.

Solo importaba su misión.

Toda su energía, toda su furia, todo su ser convergía en una única tarea:

Liberar la sociedad de cazadores.

Frente a ellos, el verdadero peligro.

Emma.

Chris.

Dos enemigos de un poder inimaginable.

Habían visto a Emma aniquilar a sus adversarios con un solo chasquido de dedos.

Chris, por su parte, era un cazador formidable, un maestro del combate, un estratega frío y calculador.

Enfrentarlos juntos sería la prueba definitiva.

La pelea más grande de sus vidas.

Casi no tenían posibilidad de ganar.

Y si lo lograban… tal vez pagarían su victoria con la vida.

Pero no vacilaron.

Si debían morir para romper el yugo de la bruja…

Entonces morirían sin dudarlo.

Dos últimos cazadores se interpusieron en su camino, centinelas leales dispuestos a proteger a su señora.

Rose y Hex no se detuvieron.

No tenían tiempo que perder con peones.

En un parpadeo, los enemigos cayeron.

Ningún obstáculo más.

Nada aparte del velo de la tienda que los separaba de su verdadero combate.

Sin dudarlo, se precipitaron al interior.

Y ahí, en el fondo, sus presas los esperaban.

Emma.

Chris.

Sentados a cada lado de la tienda, como si su intrusión no tuviera la menor importancia.

Como si su furia, su determinación, su sed de justicia no existieran.

Su impasibilidad era irritante, casi insultante.

¿Por qué alarmarse ante seres inferiores?

Era una daga clavada en su orgullo. Un desprecio helado.

Pero Rose y Hex no se dejaron intimidar.

El silencio se extendió. El único sonido perturbador era el crepitar del viento contra la lona.

Emma, indiferente, ni siquiera les dirigió una mirada.

Chris, en cambio, los observaba sin emoción. Sin vida.

El tiempo pareció detenerse, suspendido en aquella tensión insoportable.

Una tensión imperceptible, como si el aire mismo contuviera el aliento. Una sensación desagradable, reptante.

Como si el espacio entre ellos se encogiera, succionado por un vacío invisible.

Y entonces, Rose finalmente rompió el silencio.

Se irguió, aferrando su daga con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron.

Su mirada se posó en Emma, ardiendo de determinación.

Con una voz grave y afilada como una cuchilla, declaró:

Se acabó, Thaima… Emma.

*******

La caza del Segador

Aidan avanzó con pasos lentos pero decididos.
Todos sus sentidos estaban en alerta.

Estaba en su hogar.

Y sin embargo, cada fibra de su ser le gritaba que pisaba territorio desconocido.

El ambiente había cambiado.

El olor también.

Intrusos habían profanado este lugar.

Donde antes encontraba paz y seguridad, ahora solo percibía un nido de víboras, un enjambre de seres abominables.

Intolerable.

La furia latía bajo su piel, pulsando como un corazón oscuro. Una oleada de adrenalina ahogó momentáneamente la sed que le desgarraba las entrañas.

Detrás de él, Sylldia y Dieltha lo seguían, con los sentidos afilados, listas para desatar su magia ofensiva.

Ellas también sentían la transformación del manor, su santuario convertido en un campo de guerra.

Y entonces, de repente, un grupo de vampiros apareció.

Rostros desconocidos.

Sus miradas brillaron con un destello fugaz de sorpresa.

Pero no era miedo.

Era otra cosa.

No mostraban desconfianza hacia él. Ningún temor.

Como si no estuvieran seguros de quién tenían enfrente.

Aidan avanzó un paso más, su mirada tan dura como el acero.

La sed de sangre, el instinto depredador, todo quedó aplastado bajo el peso de su ira.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó, su voz afilada como una navaja.

Los vampiros se estremecieron.

Sintieron el peligro.

Se les había confiado una misión. Una que aún no habían cumplido.

Sabían lo que eso significaba.

Alfred no aceptaba el fracaso. Ni la debilidad.

Pero…

No era Alfred quien estaba frente a ellos.

Era el verdadero príncipe vampiro.

Su Segador.

—Assdan conoce mejor que nosotros esta maldita mansión… pero lo atraparemos.

Excusas.

Patéticas.

Las chicas intercambiaron una mirada.

¿Assdan?

¿Qué estaba pasando con él?

Pero Aidan permaneció impasible.

—Assdan… ese bastardo.




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