Había pasado exactamente un año desde que Luis contempló el atardecer en el Cabo Finisterre. En aquel entonces, la claridad era absoluta; el "Constructor de Puentes" se sentía invencible. Pero la vida, con su inercia implacable, tiene una forma sutil de erosionar las cumbres del espíritu.
Al regresar a Madrid, Luis no volvió a su antiguo puesto, pero la creación de la fundación y la gestión de los proyectos en Asia lo sumergieron en una nueva forma de estrés: el estrés de la responsabilidad. Los despachos, aunque fueran para causas nobles, seguían teniendo techos bajos. El aire acondicionado no olía a eucalipto ni a tierra mojada. Las llamadas de Zoom sustituyeron aes pausadas en los albergues.
La evolución que sintió en su interior empezó a agrietarse. La ciudad, con su ruido constante y su prisa sin alma, estaba ganando la batalla. Luis se sentía de nuevo como un motor gripado, un arquitecto que diseñaba puentes mientras se hundía en un pozo.
Una noche de lluvia en Madrid, mirando el asfalto brillante desde su oficina, Luis comprendió que no podía ir a Japón ni al Tíbet. No así. No con esa opresión en el pecho. Había olvidado la lección de Finisterre: el espíritu necesita el aire del camino para no marchitarse.