Licántropo y Metamorfomaga

CAPÍTULO VIII: Hombre y Lobo

Muy alto en el cielo, dentro de poco la luna brillaría y enviaría su maldición.  Él esperaba, aguardaba oculto en medio del bosque como si pudiera esconderse de ella, como si al final lo olvidaría y no reclamaría lo que era suyo… oculto tras un árbol miraba entre el follaje, la espesura de un cielo que moría frente a sus ojos… los últimos vestigios de claridad y sus últimos momentos de humanidad.

Se había desvestido y doblado su ropa dentro del espacio hueco de las raíces de un viejo árbol en el que estaba apoyado.

El cielo se iluminó, rayos plateados inundaron el bosque como lanzas buscando atravesar la oscuridad, uno alcanzó directo al rostro de Remus.  El helado dedo del miedo atravesó su pecho y por sus venas empezó a quemarle la sangre que profusamente invadía su torrente sanguíneo…

Primero serian sus extremidades, se alargarían transformando sus dedos en garras, sus dientes en colmillos… la alteración facial venia acompañada de un alargamiento doloroso de su mandíbula y orejas, pero eso era soportable comparado con el dolor terrible que sentía en los huesos de su cuerpo al desunirse y unirse otra vez en el proceso de cambia-forma tan drásticamente que llegaba a romperle la piel… y finalmente sus ojos, cambiarían su docilidad por ferocidad y dejarían de reconocer, se desconectarían de su alma, de su mente y de su corazón.  Luego todo era oscuridad, una oscuridad tan inmensa que lo atravesaba y desconectaba su humanidad por esa noche. 

 

Tonks en su apartamento daba vueltas y vueltas en la cama, dispersa en sus pensamientos, no había prestado atención a nada de lo que se dijo durante la reunión de la Orden.  Ni siquiera cenó.  Lo único que ocupaba sus pensamientos era su preocupación hacia Remus y su sufrimiento por los peligros que podría estar atravesando si se encontraba con una manada peligrosa y él solo quién sabe dónde ¿Y si lo herían o asesinaban?... su corazón le dio un vuelco de desesperación y en silencio rezó porque estuviera bien y lejos de todo peligro hacia él o que él pudiera provocar.

Si tan solo ella lo hubiera sabido antes, habría pedido todas las licencias en el Ministerio para conseguir una dosis de la poción o mejor aún, ella podía haberla preparado así Remus no sufriría cada mes sin poder conseguirla.

Contempló la luna desde la ventana de su habitación, ¿cómo algo tan hermoso podía causar tanto dolor en alguien?  Remus debía odiarla mientras ella siempre la había amado, sus fantasías más románticas siempre la tenían como escenario y protagonista exclusiva…  

Y esa noche por primera vez soñó con un hombre que estaba destinado a ella.  No podía ver su rostro con nitidez, pero podía ver que estaba de pie junto a su ventana, con los brazos relajados a ambos costados, su cara parecía muy tensa y concentrada en ella.  Sus ojos eran color miel, pensó, su subconsciente mientras se volteaba en la cama.  Pero no del todo.  También tenían vetas castañas almendradas.  El color le recordaba al ocaso del atardecer, cuando los últimos rayos del sol se despiden del día y a las aguas calmadas de un lago.  Sabía, sentía que ese rostro le era familiar pero no podía diferenciar más que aquellos ojos, fascinantes y a la vez perturbadores. 

Sabía que aquel hombre estaba pensando en ella, y no solo pensando, sino, de alguna manera, viéndola a través de la luna como si ella estuviera al otro lado de la ventana de pie como aquel desconocido mirándolo.  Estaba segura de que, si alzaba la mano hacia el cristal, sus dedos lo atravesarían hasta enlazarse con los suyos.  En cambio, arrugó un poco más las sábanas y murmuró adormilada un nombre que su garganta no formuló bien pero que su corazón deletreo perfectamente.

Lo irracional no tenía cabida, se dio media vuelta con brusquedad y tiró la almohada al suelo… cuando su sueño se desvaneció se sumió aliviada en un profundo letargo que la llevó a la inconsciente separación de su espíritu que viajó hasta las profundidades del bosque «Greenwood» donde un lobo gris de ojos brillantes como monedas de oro, acechaba entre los árboles, quieto como una forma más en medio de aquella oscuridad.  

 

En la negrura de la noche, el lobo perseguía el encanto de la luna.  Corría por necesidad, por anhelo y soledad a través de los árboles de las sombras del bosque, poblados por el deseo que sosiega poseer aquel astro brillante.

El viento silbaba canciones antiguas, azotaba los pinos que llenaban el aire con su fragancia.  Pequeñas creaturas se ocultaban, él era el depredador que corría aullante entre la niebla envolvente de la fría noche.  Sabía que estaban allí, podía olerlos, oír el latido temeroso de sus corazones.  Pero esa noche no deseaba cazar.

Una inquietud lo consumía.  En busca de paz y sosiego, el lobo conquistaba el bosque, dominaba y rodeaba los escampados, subía las colinas, pero nada lo aliviaba ni satisfacía.  Cuando el sendero comenzó a inclinarse y los árboles se espaciaron, redujo la velocidad y olfateó el aire.  Había algo… olía algo seductor e impulsivo que se extendía y dispersaba en el aroma del viento.  Aguzó la vista, buscando, explorando; una hembra, tal vez, estaba cerca. 

Allí, en ese punto en donde la luna se bañaba blanca y llena, alzó la cabeza y aulló a la magia del silencio.  El aullido resonó, se expandió, llenó la noche con su pregunta, con un poder tan natural como respirar… llamándola, atrayéndola; si la hembra estaba cerca, respondería.  Pero no, no hubo respuesta más que el susurro de la noche.  Era el destino.  De nuevo, el lobo de ojos dorados alzó la cabeza y aulló como reclamándole a la luna.  Observó y escuchó, pero nada, regresó al espesor y a las sombras del bosque y de pronto sintió una voz susurrante.




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