Su primer día como sirvientes en la residencia del shogun fue todo menos amable. A Andrew lo asignaron a las caballerizas, rodeado de estiércol, sudor de animales y hombres toscos. A Amelia, la enviaron como sirvienta regular, sin privilegios ni consideración. Desde el primer momento, los demás empleados dejaron en claro que no eran bienvenidos, sus miradas eran cuchillas afiladas de desprecio; los empujones, las órdenes gritadas y el silencio forzado se convirtieron en su nuevo idioma.
La primera tarea de Amelia fue brutal, lavar la montaña de ropa sucia que el shogun y sus hombres traían de las campañas de guerra. Las telas estaban manchadas de sangre, barro seco y un hedor que parecía contener el horror del campo de batalla. Mientras restregaba sin descanso, pensó más de una vez que sería mejor quemarlas y empezar de nuevo, pero sabía que no tenía alternativa, debía obedecer si querían mantenerse dentro, si querían acercarse al corazón del poder.
El sol ya comenzaba a caer cuando por fin pudo liberarse del hedor y del dolor en los dedos. Sin una sola migaja en el estómago y el cuerpo entumecido, salió del lavadero buscando a Andrew. No tardó en encontrarlo, estaba en los jardines, bajo la sombra de un cerezo, rodeado por tres jóvenes sirvientas que reían y lo miraban como si fuera un noble disfrazado de mozo.
Andrew se inclinaba ligeramente hacia una de ellas, sonriendo con esa facilidad encantadora que sabía usar cuando le convenía. Su voz era suave, y sus manos se movían con gestos sutiles mientras contaba alguna anécdota aparentemente graciosa. Una de las chicas se llevó una mano a la boca, riendo con coquetería, mientras otra le ofrecía agua fresca.
Amelia se detuvo en seco.
Tenía la ropa pegada al cuerpo por el sudor, los brazos marcados de tanto restregar, el estómago vacío y el alma hecha trizas. Ver a Andrew así, como si nada, rodeado de atenciones, le encendió una furia que no supo cómo controlar.
“¿Qué estás haciendo?” le espetó, cortando la escena como un cuchillo afilado.
Andrew alzó la vista, aún con una sonrisa, pero esta se desvaneció en cuanto vio su rostro. Amelia estaba al borde, sus ojos reflejaban cansancio, indignación y decepción en partes iguales.
“Solo estaba… hablando” dijo, alzando las manos como quien se rinde.
“¿Hablando? ¡Yo acabo de pasar el infierno fregando la sangre de esos asesinos, y tú aquí coqueteando como si esto fuera un festival de primavera!”
Las sirvientas dieron un paso atrás, incómodas, y se dispersaron en silencio. Andrew suspiró y se acercó a Amelia, con voz más baja. “Amelia, esto también es parte del plan. Ellas hablan, y yo escucho, ya he recogido varios nombres, detalles... cosas que tú no podrías oír mientras lavas ropa”
Amelia lo miró con recelo. Una parte de ella sabía que podía tener razón, pero otra parte, más visceral, solo quería lanzarle un balde de agua sucia en la cara.
“La próxima vez que quiera escuchar rumores, que lo haga alguien con las manos igual de sucias que las mías” le dijo con rabia contenida, y se alejó con paso firme, mientras Andrew se quedaba en silencio, observándola.
En el fondo, sabía que ella no estaba celosa de su condición, sino que estaba dolida. Porque estaban juntos en el mismo juego... pero hasta ahora, ella era la única que había sangrado por él.
Amelia salió del patio con el ceño fruncido y el corazón golpeándole el pecho. Cada paso que daba entre los corredores de piedra resonaba como un latido airado, “¡Idiota encantador!”, murmuraba para sí. Por más que intentaba justificar a Andrew —su forma de moverse en sociedad, su capacidad de hacer hablar hasta a una puerta—, la frustración hervía dentro de ella como agua olvidada al fuego. Se sentía agotada, invisible, e inútilmente expuesta. Mientras él seducía con sonrisas, ella se hundía en mugre.
Avanzó hasta llegar a los jardines de la residencia, un rincón más silencioso y más respirable. Allí, el aroma de las flores y la brisa templada la ayudaron a calmarse, al menos un poco. Se detuvo, respiró hondo, cerró los ojos… y entonces la vio.
A unos metros, una niña, que no debía tener más de doce años, se inclinaba sobre un rosal, admirando los pétalos con devoción como quien descubre el mundo por primera vez. Su kimono era rojo intenso, bordado con grullas doradas que parecían volar entre las mangas. El contraste con su piel pálida y su cabello oscuro recogido en un moño bajo la hacía parecer una pequeña emperatriz perdida entre las flores.
“Ohime-sama…”, la voz masculina llegó tras ella, suave pero firme.
De entre los arbustos apareció un joven de unos veinte años. Tenía el cabello recogido en una coleta baja, el rostro sereno y rasgos agradables, casi nobles. Su postura recta y su katana al cinto dejaban claro que era un samurái, pero su mirada se suavizaba al ver a la niña.
“Deberíamos entrar”, continuó, acercándose con cuidado. “Parece que va a llover pronto, y no quiero que su padre se preocupe”
“Takeda-kun, siempre tan correcto”, dijo la niña con una sonrisa traviesa. Tomó una flor pequeña del arbusto cercano y la colocó en la mano del joven. “No siempre debes seguir las reglas”
Takeda suspiró al verla, sin retirar la flor. “Ohime-sama… no debería dirigirse a mí con tanta familiaridad en público, ni acercarse a mí, así. No es apropiado”
“Tú siempre me llamas Ohime-sama”, respondió ella con un puchero fingido. “¿No puedes simplemente decir Ohime o Ohime-chan? No me importan las reglas cuando estoy contigo. Ya fue muy difícil que dejaras de llamarme Minamoto”, las últimas palabras fueron casi susurradas.
Él bajó la mirada, incómodo, pero no rechazó el gesto. De hecho, cerró la mano sobre la flor con una delicadeza que contradijo sus palabras. Fue entonces cuando Ohime notó a Amelia, que seguía de pie entre los arbustos, sin moverse. La joven noble ladeó la cabeza y la miró con curiosidad.