Lienzo Maldito: El Despertar

Capítulo 23. El Umbral de los Condenados 

Los días que siguieron fueron sorprendentemente luminosos para Amelia. A pesar de estar atrapada en un mundo que no era el suyo, en una época que sentía tan lejana como ajena, algo en su interior comenzaba a adaptarse. Tal vez eran las suaves risas que compartía con Ohime durante los paseos en el jardín, o el hecho de que la niña —ahora su aliada— había comenzado a confiarle secretos, historias de su infancia, sueños que nunca diría en voz alta frente a sus padres.

La relación entre ambas se había estrechado, y Amelia no podía evitar sentir un leve remordimiento por lo que debía hacer, quitarle el abanico. Ese objeto podía ser la clave para salir del cuadro, para romper la maldición, y tal vez... para sobrevivir. Pero cada vez que veía a Ohime sonreírle con esa dulzura tan sincera, esa culpa le pesaba más en el pecho.

Había hecho un trato con Andrew. Ella se encargaría del abanico y él se infiltraría en los lugares restringidos para obtener información del shogun y sus planes. Al caer la noche, se reunían en la pequeña habitación que compartían para intercambiar detalles, susurrando entre las sombras como si cada palabra pudiera despertar al cuadro entero.

Aquella noche, el aroma de tinta y cera derretida impregnaba el aire. Andrew escribía con concentración férrea, sus manos estaban moviéndose con precisión mientras el pincel se deslizaba sobre el papel de arroz. A su lado, Amelia mordisqueaba un trozo de pan seco que había robado de la cocina.

“Ohime tiene trece años”, comentó de repente, rompiendo el silencio mientras masticaba con lentitud. “Pensé que era menor... Es una lástima que la quieran casar tan joven”

Andrew no levantó la mirada y la pluma seguía moviéndose, fiel a su ritmo. “Eso es normal en estos tiempos. Tú ya serías una solterona abandonada”, respondió sin rodeos, con ese tono irónico que a veces rozaba lo cruel.

Amelia frunció el ceño, ofendida.

“No bromees con eso. Yo... solo que no he encontrado a mi verdadero amor. Además”, murmuró, ladeando la cabeza con suspicacia, “llevas rato rayando ahí. ¿Qué estás haciendo exactamente?”

Sin detenerse, Andrew respondió: “Estoy trazando un mapa, antes de que lo olvide. Escuché a Kagetoki hablar de un lugar prohibido que deben sellar pronto. Mientras observaba el pergamino que sostenían, memoricé el camino y si no lo dibujo ahora, mañana solo recordaré la mitad”

Amelia se inclinó para mirar mejor. Los trazos eran limpios y meticulosos. Las líneas eran suaves y precisas, caminos que serpenteaban como si conociera el terreno de toda la vida. Un mapa digno de un cartógrafo.

Por un momento, se quedó en silencio. Lo observó con nuevos ojos, Andrew no era el mismo que conocía en el mundo real. Allí, entre libros, chistes y cafés fríos, era su amigo. Aquí... aquí era otra cosa, un estratega, un espía. Alguien con habilidades que jamás habría imaginado y eso la descolocaba.

“No sabía que podías hacer mapas tan perfectos”, dijo finalmente, casi en un susurro, como si temiera romper la concentración de Andrew.

“Hay muchas cosas que no sabes de mí”, contestó él, esta vez mirándola de reojo.

Cuando terminó de dibujar, dejó el pincel a un lado y se estiró los hombros con un leve crujido. Luego señaló el mapa, que marcaba un punto tras una colina boscosa. “Debemos ir a este lugar mañana. Enterrarán algo importante allí”

Amelia sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Tragó saliva.

“Pero... si trabajamos todo el día, no querrás decir que iremos de noche... ¿o sí?”

Andrew se volvió hacia ella con una ceja alzada, como si la pregunta no necesitara respuesta.

Amelia bufó. “Por supuesto... de noche, genial. Porque ya no es suficiente estar atrapada en un cuadro maldito, ahora tengo que escabullirme como un ladrón en la oscuridad entre samuráis asesinos y fantasmas vengativos”

Aunque su voz sonaba dramática, por dentro sabía que algo había cambiado. Antes, ese tipo de misiones le habrían parecido imposibles. Ahora, no solo las soportaba... las enfrentaba, con miedo, sí, pero también con determinación, ya no era la misma chica que llegó huyendo de los cadáveres vivientes, había cambiado, estaba cambiando.

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La noche se había vestido con una negrura espesa, casi líquida, como si el bosque mismo quisiera devorar la luz. Amelia y Andrew avanzaban entre la espesura trasera de la mansión del shogun, con cada hoja crujiente bajo sus pies como almas en pena. Ambos iban armados. Andrew cargaba a la espalda su imponente alabarda, cuidadosamente envuelta en telas oscuras. El arma, aunque oculta, era demasiado grande para pasar desapercibida. Por eso, sus movimientos eran lentos, alejándose de cualquier espectador, manteniéndose siempre entre las sombras.

El viento silbaba entre los árboles con un tono gélido y cortante. Ambos se detuvieron en el borde del sendero, justo donde la espesura comenzaba a enmarañarse con maleza y ramas bajas. El lugar estaba en silencio, salvo por el crujido leve de las ramas meciéndose. Entonces, una luz rompió la oscuridad.

Kagetoki apareció desde un sendero lateral, caminando con paso firme. A su lado, una figura encapuchada y baja de estatura avanzaba sin emitir sonido alguno. Ambos llevaban linternas de papel, con sus llamas temblorosas lanzando destellos fantasmales sobre los troncos cercanos. Los dos se adentraron más en el bosque, sin percatarse de las sombras silenciosas que los seguían.

Amelia y Andrew se movieron tras ellos, a pocos metros, cuidando cada movimiento y cada respiración. El aire estaba tan denso que parecía que si hablaban, la noche los delataría.

Tras un tiempo de caminata en línea recta por un sendero apenas visible, los dos personajes se detuvieron frente a una vieja construcción. Una casa diminuta, decrépita, medio derrumbada por el paso de los años. Las vigas del techo estaban carcomidas, las paredes parecían a punto de desplomarse, y sin embargo, de su interior provenían sonidos que helaban la sangre.



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En el texto hay: fantasia, misterio, terror paranormal

Editado: 26.05.2025

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