Andrew apenas podía contenerla.
La mujer del kimono se movía con una agilidad animal, como si cada paso suyo desafiara las leyes del cuerpo humano. Sus garras, que antes parecían simples dedos, comenzaron a alargarse lentamente frente a sus ojos, afiladas como espinas negras de obsidiana, brillando con un fulgor enfermizo bajo la escasa luz lunar. Una de ellas pasó a milímetros del pecho de Andrew, cortando el aire con un silbido seco, tan cerca que sintió cómo la tela de su abrigo se desgarraba.
La criatura soltó una risa entrecortada, como si tuviera hambre y lo quisiera devorar.
Andrew contraatacó con un giro rápido, su cuerpo estaba en tensión absoluta. Se movía con osadía, con la precisión de un soldado, pero también con furia. No podía darse el lujo de dudar, porque cada movimiento podía ser el último. La empujó con el extremo romo de la alabarda, haciéndola retroceder unos pasos, pero ella no caía. Era como luchar contra un humo denso y letal con forma de mujer.
“¡No le afecta!”, gritó Amelia entre disparo y disparo. Su voz temblaba.
Las balas le atravesaban el cuerpo como si no existiera. La criatura no sangraba, era diferente de antes. Solo seguía atacando, con esa sonrisa macabra extendida en un rostro que parecía humano solo de lejos. Y aun así, Andrew la contenía, con una determinación que ni la propia muerte podía romper.
La mujer lo observó, perpleja por un instante. Algo en él le impedía herirlo como deseaba. Sus garras se detenían a escasos centímetros de su carne, como si una fuerza invisible lo protegiera. Ella gimió, como un animal frustrado.
Amelia, al ver que Andrew la mantenía a raya, volvió su atención hacia los cadáveres que aún tambaleaban hacia ellos. No podía permitir que los rodearan, así que, con precisión, disparaba a las cabezas, una por una. Los muertos se desmoronaban en espasmos, pero siempre parecía haber más, saliendo de la niebla como si el bosque mismo los escupiera.
De pronto, la mujer chilló. Con un sonido seco, antinatural, y se giró como un torbellino en dirección a Amelia. La vio sola, vulnerable, apuntando a otro cadáver. Sus ojos negros se clavaron en ella como cuchillas. Y entonces saltó.
Andrew lo vio todo en fracciones de segundo. “¡AMELIA!”
El grito desgarró el aire.
Ella giró apenas al oírlo. No tuvo tiempo de levantar el arma. La criatura ya estaba en el aire, con sus garras extendidas, y su boca abierta como si fuera a devorarla viva. Pero antes de que pudiera alcanzarla... La alabarda voló por los aires.
Con un impulso brutal, Andrew la lanzó con ambas manos, el arma girando sobre sí misma, silbando en el viento como un relámpago de acero. Impactó de lleno en el abdomen de la mujer, deteniéndola a escasos centímetros del rostro de Amelia.
El chillido que soltó fue estridente. Fue un alarido agudo, un quejido amargo que hizo vibrar los árboles y erizó la piel de ambos. El kimono se agitó como si fuera arrastrado por un viento invisible, y su cuerpo comenzó a sangrar, para luego desvanecerse lentamente en una niebla negra, dejando solo un eco de su risa.
Andrew corrió hacia Amelia, jadeando, con las manos ensangrentadas. “¿Estás bien?”, preguntó, tomándola por los hombros.
Ella asintió rápidamente, aunque sus ojos estaban vidriosos y su cuerpo temblaba.
“S-Sí… gracias a ti”
No se dijeron más. Corrieron.
El bosque los tragó con su oscuridad, y cada paso entre raíces y ramas les parecía eterno. Sabían que ella no estaba derrotada. Que solo había retrocedido y que en cualquier momento, podía volver.
Y tras ellos, allá en la lejanía, aún se escuchaban algunos pasos arrastrados, como si los muertos todavía intentaran seguirlos… mientras la risa espectral seguía resonando en la maleza, débil, burlona, y persistente.
La oscuridad del bosque los envolvía como una bestia viva. Los pasos de ambos crujían sobre hojas muertas y ramas podridas, pero a cada segundo, Andrew tenía la sensación de que no eran los únicos que corrían. Algo más se arrastraba tras ellos y se estaba acercando.
Amelia jadeaba con fuerza, sus pulmones parecían arderle. “No… no puede ser…”, murmuró, volviendo la vista atrás.
El silencio era absoluto, no había nada a simple vista, pero era extraño. Solo estaba el eco lejano de aquella risa moribunda que ya no estaba segura de si era real o si se había incrustado en sus oídos como un parásito. No le prestaron más atención, siguieron corriendo, esquivando árboles y raíces.
Andrew ya tenía la alabarda de nuevo en la mano, tras haberla invocado a él. Sus nudillos estaban blancos, quizá un poco por la frustración. Además, su instinto le gritaba que algo no estaba bien, pero con Amelia al borde del colapso por el miedo no se detuvo a analizarlo como debía.
De pronto, el bosque se abrió a un claro iluminado por la luna. Un pequeño espacio rodeado de árboles altos, donde parecía que por fin podían detenerse a respirar. Todo estaba callado, pero... Amelia frenó en seco.
Allí, en medio del claro, una figura temblorosa se mantenía de pie. Era uno de los cadáveres de la casa. Sin embargo, éste, no caminaba como los otros, estaba ¿consciente?
Un ojo colgaba de su rostro descompuesto, y su boca no tenía lengua, pero murmuraba palabras inentendibles mientras alzaba una mano a medio pudrir, suplicando… o maldiciendo.
“¿Cómo…?”, balbuceó Amelia, dando un paso atrás.
El cadáver se tambaleó hacia ellos, pero a cada paso que daba, su cuerpo crujía como madera carcomida. Uno de sus brazos colgaba del hueso, y su piel parecía derretirse con el movimiento.
El muerto cayó de rodillas frente a ellos, extendiendo los dedos hacia el cielo como si implorara piedad… o liberación.
Y entonces, de su garganta surgió un sonido que no era humano., un rugido que era desgarrador, un grito de mil almas atrapadas en un solo cuerpo y de la nada el suelo tembló.