Lienzo Maldito: El Despertar

Capítulo 27. Extrañas Muertes 

La oscuridad se agolpaba sin tregua sobre el bosque, envolviéndolo todo en un manto espeso y opresivo. Aquella noche, el viento soplaba con una violencia inusual, resonando entre los árboles como si llevara consigo una tormenta invisible. Las penumbras no solo cubrían la tierra, se colaban en cada rincón del aire, del alma, del tiempo.

Yoshitaka estaba especialmente animado aquella noche, eufórico aún por la impecable presentación de Ohime. Había bebido más de lo debido, sí, pero el vino caliente parecía endulzarle el espíritu. Reía para sí mismo mientras se dejaba caer sobre el futón en su habitación privada, un espacio lujosamente decorado para su estadia, aunque ahora apenas iluminado por linternas moribundas.

Fue entonces cuando escuchó un ruido. Un leve crujido proveniente de la ventana.

Frunció el ceño, pero no se movió. Seguro alguna rama, pensó, cerrando los ojos un instante. Los sirvientes ya se habían retirado. La mansión entera estaba en silencio. Sin embargo, algo se sintió distinto de repente… como si el aire se hubiera vaciado de vida.

El sonido cesó, pero lo reemplazó un silencio absoluto. Tan denso que Yoshitaka juró escuchar el murmullo de su propia sangre corriendo por sus venas y el crepitar del fuego que ahora parecía poner la atmósfera pesaba.

Toc Toc.

Dos golpes suaves sonaron desde el lado de la puerta de la habitación, fue apenas un roce, como si unos nudillos viejos hubiesen tocado con reverencia una puerta sagrada.

Yoshitaka abrió los ojos. Su mente nublada por el alcohol no le impedía distinguir que aquel sonido no era natural, así que se levantó, aún tambaleante, y fue hasta la puerta. Abrió con brusquedad, pero no había nada. El pasillo vacío se extendía hacia las sombras, sin una sola figura. Ni una corriente de aire y ningún sonido.

“¿Quién demonios…?”, masculló, irritado, mientras cerraba la puerta con fuerza.

Volvió a su futón. Se dejó caer de espaldas, soltando un bufido. Pero entonces, un viento helado cruzó la habitación como una ráfaga rápida, apagando todas las linternas de golpe.

El cuarto quedó sumido en la más densa oscuridad.

Yoshitaka se sentó de inmediato. ¿Cómo podía haber viento si no había ninguna ventana abierta? Las paredes estaban selladas y no había rendijas. El frío lo estaba envolviendo como un manto mojado. Inquieto, se cubrió la cabeza con la cobija, murmurando una maldición entre dientes.

Fue entonces cuando la escuchó.

Una voz ronca, masculina, con un eco grave que parecía emerger de las paredes mismas.

“Yoshitaka… Yoshitaka...”

El tono era lento, como si fuera casi un lamento, como el susurro de un alma olvidada. Él abrió los ojos de golpe. Apartó la cobija, mirando alrededor con el corazón palpitando con fuerza en el pecho, pero no había nadie. Solo la silueta distorsionada de los árboles proyectada en la ventana por la luz tenue de la luna.

Sin embargo, de repente, lo sintió.

Unos dedos fríos y huesudos cerrándose alrededor de su tobillo.

Yoshitaka miró hacia abajo con el rostro desencajado por el terror. Allí, emergiendo desde la oscuridad bajo su futón, una mano pálida, sin carne, con uñas largas y quebradas, lo sujetaba con fuerza. La piel estaba podrida, húmeda, y se adhería como lodo helado a su piel.

Su grito quedó atrapado en su garganta.

De entre las sombras, subiendo lentamente como una pesadilla hecha carne, una figura emergió. Sus ojos eran huecos y su mandíbula colgaba torcida. Vestía lo que una vez debió ser un kimono noble, ahora cubierto de tierra y sangre seca.

“Yoshi… taka…”, repitió con un gemido que hizo vibrar las paredes.

Yoshitaka intentó zafarse, pero su pierna no respondía y el peso del horror lo paralizaba.

La criatura lo miró… y sonrió.

Yoshitaka sintió un espasmo recorrerle el cuerpo desde el tobillo hasta la nuca, como si un relámpago helado le hubiera partido la espina dorsal. El agarre del cadáver había sido suficiente para romper cualquier efecto del sake. Con una sacudida brutal, como un animal acorralado, se liberó y se lanzó hacia la puerta.

“¡Ayuda!”, gritó, golpeando con el puño cerrado. “¡¡Abran!!”

Pero la madera ya no parecía madera, se había sellado como si la misma casa lo hubiese traicionado. La superficie que antes era tibia al tacto ahora estaba fría, como piedra. Golpeó con más fuerza, pateó, empujó con el hombro, pero no se movía ni un centímetro. La puerta no era ya una salida.

El corazón le latía con tanta fuerza que le retumbaba en los oídos. Con un movimiento desesperado, corrió hacia el rincón donde descansaba su katana, sus dedos temblaban mientras la desenvainaba. El metal brilló un segundo bajo la pálida luz lunar que se filtraba por la ventana, pero su peso en sus manos temblorosas se sentía casi inútil.

Frente a él, el cadáver comenzó a incorporarse. Muy Lento y sin prisa.

Sus huesos crujían con cada movimiento. Uno de sus pies parecía torcido en un ángulo irregular, pero eso no le impedía avanzar, tenía la cabeza inclinada hacia un lado, como si la columna vertebral estuviera rota. Y sin embargo, caminaba.

Yoshitaka retrocedió, jadeando. El sudor le corría por la frente como una llovizna caliente, empapándole las cejas. Levantó la espada, pero sus brazos eran de papel.

Los ojos de la criatura brillaron de repente con un fulgor rojizo, intenso, y malsano.

Un instinto primal tomó el control en Yoshitaka y corrió hacia la ventana, la que, para su suerte o no, logró abrir de un tirón. El marco chirrió con un sonido agudo, como si se resistiera, pero cedió y sin pensarlo dos veces, saltó.

Cayó pesadamente sobre el jardín, rodando sobre la grava mojada por el rocío. Se levantó tambaleándose y comenzó a correr.

“¡¿Hay alguien?!”, gritó.

Fue de habitación en habitación, tocando puertas, empujándolas, golpeando.

Pero sólo había silencio.



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En el texto hay: fantasia, misterio, terror paranormal

Editado: 26.05.2025

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