Mew intuía que todos estaban siendo extremadamente cuidadosos, a propósito. Cada tanto le preguntaban si necesitaba algo, si tenía sed, si quería escuchar música, si le molestaba demasiado el olor a aceite quemado y a grasa... Pero siempre manteniendo una distancia prudencial.
Y después de los primeros diez minutos, Mew se sorprendió de sí mismo. Realmente empezaba a disfrutar de todo aquello.
Los hermanos de Gulf eran tan simpáticos como él. Y parecían estar coordinados en el trabajo de una forma asombrosa. Concentrados, en dos grupos, en sendos autos, los reparaban, pasándose herramientas y verificando cosas aquí y allá, prácticamente sin necesidad de hablarse.
Luego de la primera media hora, Mew ya se sentía fascinado, por todo lo que lo rodeaba, por las sonrisas que Gulf le dedicaba cada vez que lo miraba. Y hasta por la silla de ruedas...
Cuando Gulf le contó a Mew sobre unos ajustes que le habían hecho a aquella vieja silla, Mew sintió que Gulf podría ser capaz de reparar casi cualquier cosa que se propusiera. Y se sonrojó al escuchar una vocecita en su cabeza susurrándole que su propio corazón también estaba siendo reparado por aquel jovencito que el Destino parecía haber puesto en su camino.
Aquello de la silla de ruedas había sido una genialidad, sobre todo porque aquel modelo viejo no había sido diseñado para eso, y por lo que las ruedas traseras gigantes fueron reemplazadas por pequeñas ruedas reforzadas. Gulf había hecho que los apoya-brazos se bajaran. Entonces, colocando primero el freno, según le había advertido Gulf, Mew podía bajar los apoya-brazos, uno a la vez o los dos al mismo tiempo si así lo quería; y haciendo eso podía cambiarse de asiento sólo deslizándose hacia un costado sin necesitar la ayuda de nadie.
Recién cuando repitió solo la maniobra por décima vez, en diferentes asientos, rodeado siempre por ojos brillantes y sonrientes, entendió que aquel simple hecho le iba a cambiar la vida radicalmente.
Subir y bajar de la cama, sentarse a la mesa, volver a la silla, o incluso ir al baño, a cualquier hora, volvían a ser acciones que desde que había cumplido los diez años, jamás había vuelto a hacer solo.
Un par de palmadas en los hombros, un par de felicitaciones y todos volvieron al trabajo cuando percibieron que los ojos de Mew se estaban empañando. A Mew le dolían un poco los brazos, no estaba acostumbrado a aquel esfuerzo. Pero no paraba de sonreír.
Aquella tarde fresca y gris sería la tarde más cálida que Mew guardaría en su corazón conmovido, para siempre.