–Prepárate, Gulf, esto sí te va a doler...
Gulf ahogó un grito. Pero su hermano no paró. Le presionó la herida del labio hasta que el sangrado se detuvo.
El rostro de Gulf parecía ahora el rostro de otra persona: unos arañazos profundos y largos le cruzaban un costado, desde el ojo hasta la mandíbula. Pero lo más feo era el golpe que había recibido en la comisura de la boca, golpe que le había partido el labio superior y no había parado de sangrar hasta ahora.
–Ponte mi remera y mi buzo, así lavamos eso...– otro hermano se le acercó mientras se quitaba la ropa.
Recién allí Gulf se dio cuenta de que la remera y la camisa a cuadros que llevaba puestas estaban completamente manchadas de sangre.
Después de vestirse, se quedó quieto, sentado en el raído sillón del taller mecánico, mientras su hermano le ponía alcohol en cada herida.
El silencio de todos era absoluto. El ambiente estaba cargado de tensión. Sumido cada uno en sus propios pensamientos, ninguno se atrevía a decir nada. El rostro hinchado de Gulf estaba dolorosamente serio y sus ojos, húmedos.
En su mente todavía sonaba la voz desesperada de Mew llamándolo, rogándole que se quedara; pero mezcladas con esos ruegos, también resonaban en el fondo las otras palabras, las crueles, las dolorosas...
–¿Qué harás ahora?– preguntó uno de los hermanos de repente.
Gulf sentía que le dolía hasta incluso pensar y hablar, así que sólo hizo un leve gesto negativo con la cabeza.
Se reclinó en el sillón y suspiró, mientras comenzaba a oír una lluvia débil golpeando el inmenso techo de chapas del taller. Luego miró a su alrededor y sintió un vacío en el estómago al ver que no había ni un solo automóvil para ser reparado. Y mentalmente se preparó para la semana que venía: a puro café y nada más.
–Lo lamento...– dijo de pronto– Lamento todo esto. Lamento haberlos hecho trabajar en esa silla, lamento que perdieran dos días para conseguir la pintura para aquel cuartito, lamento que estemos todos endeudados por aquella cama de segunda mano y por la que ahora tengamos que vivir a café la semana entera.
Los cinco hermanos, como si hubieran recibido una orden silenciosa, se abalanzaron sobre Gulf y lo abrazaron. Y el abrazo se hizo más fuerte cuando un relámpago hizo vibrar todo el taller y la lluvia se volvió más agresiva.
Uno de los hermanos levantó la cabeza al oír un bocinazo insistente, creyendo que quizás habría más que café esa semana. Todos miraron al taxi que se había estacionado a la entrada del taller. El conductor, bajo una lluvia torrencial, desplegó una silla de ruedas que había sacado del baúl y ahora ayudaba a un jovencito a sentarse en ella. Y dejándolo sobre la vereda, se subió al taxi y desapareció en el aguacero que ya comenzaba a inundar la calle.
Un Mew completamente empapado, con su cuerpo encorvado, delgado y tembloroso, los miraba con una expresión de profundo dolor desde las rejas de la entrada, que a esa hora del crepúsculo, siempre estaban bajas por una cuestión de seguridad.
Entonces, todas las miradas buscaron a Gulf...
Pero Gulf ya no miraba a Mew. Había cerrado los ojos, esperando que al volver a abrirlos, aquel joven resultara ser sólo un espejismo, un deseo traicionero de su corazón; un corazón que a pesar de todas las heridas, lo único que anhelaba era con volver a ver a Mew...