Liga Del Asfalto: Hijos Del Mañana - Libro 1

Capitulo 15

FOTOS DE TI

 

Lázaro no dejaba de sentir algo de admiración por la belleza que estaba frente a él. Es bien sabido que los hombres, en toda la historia, han sucumbido a los encantos de mujeres que sólo terminaban por traer desgracias a sus vidas. No deseaba seguir el mismo ejemplo.

 

—Puedes sentarte donde quieras —respondió Lázaro de mala gana.

—Ah, bueno —contestó Débora sentándose en la silla vacía y acomodándose para estar pegada a Lázaro.

—Aléjate, no me dejas comer en paz —increpó Lázaro, un poco molesto. Ella lo obedeció y se alejó un poco.

—¿Así está mejor? —preguntó insinuante.

—Por mí, está bien.

—¿Qué te pasa, Lázaro? ¿No estás feliz de verme?

—Aún estoy en shock —respondió con ironía—. Dime qué haces aquí. ¿Cómo es eso de que te cambiaste al Hagia Sophia?

 

Débora se cruzó de brazos en la mesa y reposó su cabeza en ellos. Su cabello castaño se deslizaba por sus mejillas.

 

—Me cansé de vivir donde estaba antes con mi mamá. Estar aquí me resulta muchísimo más fácil si tengo que ir a algún lugar en la metrópolis, y tú sabes que la casa de mi tío está por aquí. Oye, si tienes hambre, ¿por qué no vamos a un buen restaurante que conozco? Hay podemos hablar más si quieres.

—No, gracias, este lugar me gusta más. ¿Pero por qué el Hagia Sophia? Hay lugares más exclusivos que ese.

—¡Ah, no! —Dijo Débora levantando la cabeza—. Se supone que, cuando no ves a alguien en mucho tiempo, le tienes que decir: «Hola, chica, qué linda estás» o «¡Te extrañaba mucho, mucho!» o «¡Qué bueno que estás aquí conmigo!». ¡No es correcto hacer un interrogatorio como si fueras un policía!

—¡Está bien, está bien! —Exclamó harto Lázaro encogiendo los hombros—. Me imagino que exageré. Pero tienes que admitir que verte aquí no era algo que esperaba.

—Pero tal vez sí lo deseabas —dijo la agraciada adolescente acercándose más a Lázaro—. Además, no me vengas con que te caí de sorpresa.

—¿Cómo es la cosa? —preguntó extrañado.

—Yo te envié un mail que decía que iba a estudiar cerca de ti —y Lázaro quedó en silencio con esas palabras—. ¡Lázaro Ximénez, no me digas que no leíste el mail que te escribí con tanto cariño!

—¡Lo borré sin siquiera leerlo! ¿Era lo que querías escuchar? Ahora quiero comer tranquilo.

—Tranquilo corazón —respondió poniéndose pensativa mientras Lázaro comía un bocado—. Estar conmigo parece que no te cae muy bien, aunque no te culpo, tampoco —dijo, más seria.

—Perdón, Débora, pero creo que eso pasa cuando a tu papá lo matan a tiros —respondió después de tragar un poco. Ella guardó silencio y, mientras sus ojos expresaban tristeza y sinceridad, colocó su mano en el hombro de Lázaro con dulzura.

—Una de las razones por la que estoy aquí es… tú sabes… lo de tu papá. Me preocupó mucho. No quería que entristecieras.

—¿Y desde cuándo te importo tanto? —preguntó Lázaro aferrando los cubiertos.

—Yo sé que nosotros, mejor dicho, que yo hice todo mal en el pasado, pero estoy tratando de cambiar, créeme.

 

«¿Cambiar? —pensó—. ¿Cómo que cambiar?». Luego recordó las palabras de César: «Parece igual, pero no es lo mismo» ¿Pudiera ser que Débora quisiera cambiar? Con el apetito disminuido, Lázaro apartó el plato y dejó Créditos sobre la mesa.

 

—Bueno, estás aquí. Bienvenida. Pero algo sí te digo: nunca tropiezo dos veces con la misma piedra —dijo antes de irse.

 

La muchacha quedó sola en el lugar. Una parte de ella sabía que merecía ese trato. Era el precio que debía pagar por intentar evitar —o imitar, según fuera el caso— el estilo de vida de su madre. Otra parte de ella, no obstante, no estaba acostumbrada a ser herida de esa forma.

 

—No fue una reunión muy emocionante que digamos —dijo en voz baja, afligida.

 

****

La sesión de música había terminado en el Conservatorio Lana Greco, los alumnos recogieron sus instrumentos para caminar por los pasillos decorados con las imágenes de los músicos más importantes de la Unión Federal Latina, un silencioso recordatorio de lo que podían llegar a ser si tenían el talento y la disciplina.

 

Entre ellos estaban Circe Durán, el Oído de Dios, con su violín y Liz Jelinek con su flauta, las dos se sentaron a conversar en un café para que la rubia pudiera contarle sobre lo que ocurrió en la Plaza Celtica.

 

—… Fue entonces cuando ella apareció —comentaba la violinista—. ¡Sin aviso, abrazó a Lázaro y le dio un beso en la mejilla, como si fuera su mejor amigo en el mundo!

—¿Y él como la recibió? —preguntó Liz.

—Me pareció que verla no le agradó mucho, lo que es raro, porque es muy linda y no lo voy a negar. Si a eso le agregas que es hija de Julieta D’Gala, cualquier hombre estaría más que dispuesto a recibir un abrazo de ella, pero no, no estaba entusiasmado.




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