El dinero de Kenji fue suficiente para cuidar a Hotaru algunos años antes de verse obligada a trabajar, tenía un título de enfermera, por lo que cuando cumplió cuatro no dudó en inscribirla en el jardín infantil más cercano. “Volveré cuando el sol esté más bajo que las montañas” había acostumbrado a decirle cada mañana, aun así cuando había demasiado trabajo no tenía más opción que llegar un par de horas tarde, la primera vez la encontró llorando creyendo que la había abandonado.
A medida que fue adquiriendo madurez con una sorprendente facilidad Hotaru aprendió a cocinar. Era esa época cuando estaba en el Hospital hasta doce horas, y perfeccionaba sus estudios en fin de semana, por lo que además de la cena eran escasos los momentos que disfrutaban juntas. La situación empeoró cuando le ofrecieron hacer turnos, para ese entonces Hotaru ya tenía diez años, y fue la primera vez que pasó una noche sola…
- Recuerda apagar la luz, cerrar las ventanas y la puerta principal antes de ir a la cama ¿ok?
Hotaru asintió, pero continuaba pareciéndole insegura.
- ¿puedo dejar prendida la luz del pasillo?
- sólo esa- sonrió acariciándole la cabeza- si pasa algo sólo llámame, tendré el celular en el bolsillo.
Hotaru seguía cada uno de sus movimientos, en silencio.
-…¿podrás venir si te llamo?
-…ah bueno- suspiró con resignación-…estarás bien, tranquila.
-…claro…
- nos vemos en la mañana.
- ¡prepararé el desayuno!
- gracias- musitó, besando su frente.
Hotaru vio cerrarse la puerta y contuvo la respiración sintiendo cómo se le apretaba el estómago, puso el seguro y suspiró con la garganta apretada. Aunque mantuvo la esperanza, Anne no regresó.
En poco rato se puso el pijama, la casa ya estaba en completo silencio, no se atrevió si quiera a mirar por la ventana, tenía miedo a los insectos, a la oscuridad, a los fantasmas y aun sin fin de otras cosas, por lo que cuando se metió a la cama dejó prendida la luz de su lámpara y apoyó la cabeza en la almohada, incapaz de pegar los ojos si no hasta cuando el sol logró atravesar con sus primeros rayos los cristales de su ventana. Fue su primera noche sola, sin saber que pasaría muchas más anhelando la compañía de su madre antes que pudiera entenderlo.
Como era costumbre entró al hospital con paso firme, saludando con una sonrisa genuina al cuidador de la entrada y dándole las buenas noches a la chica de la recepción, y se dirigió al octavo piso, donde se cambió de ropa y mirándose al espejo retocó su labial. Estaba lista para comenzar una nueva jornada.
Justo quince minutos antes del horario habitual ya se encontraba dentro de su servicio inspeccionando detalles de eventos en su ausencia, saludando a otras enfermeras y paramédicos, incluso si alguno de ellos no le agradaba. Una joven estudiante cuyo nombre no recordaba se le acercó ofreciendo un café que debió rechazar, aun era demasiado temprano.
Llevaba años trabajando en ese Hospital, era obvio que ya todos supieran su nombre e incluso algunos la trataran con exagerado respeto, la hacían sentir vieja.
Había comenzado en pediatría, pasando por un servicio de cuidados intensivos, ahora era la jefa de un servicio de gravedad intermedia. Sus pacientes eran en su mayoría sujetos post operados con una larga estadía dado que se encontraban con algún nivel de conciencia alterado o en proceso de rehabilitación. Por lo que sentirse sola ya no era un problema, se había acostumbrado a saludar a personas que no le respondieran o que en respuesta a un hasta luego le dijeran bienvenida. Si bien sus jefes insistían en integrarla al equipo administrativo, prefería estar cerca de las personas y sus familias, no se imaginaba sentada el día entero frente a una computadora.
Tras revisar algunas bajadas de suero, inspeccionar curaciones y supervisar que el control de signos vitales se encontrara realizado a la perfección, se sentó en un taburete dispuesto para las visitas, no había parado y eran casi las dos de la madrugada, tal vez ya era hora de ir por un café.
La cafetería del primer piso, más silenciosa que en el día, pero no menos concurrida, era su refugio para olvidarse del aroma a desinfectantes y medicamentos, y reponer sus energías bajo el aroma de un capuccino, al cual estaba por dar un primer sorbo cuando escuchó su nombre...Para que la hubiesen llamado por el altavoz debía de tratarse de algo importante. Así que sin probarlo corrió hasta su piso.
Saliendo del ascensor la esperaba una de las enfermeras a su cargo.
-el paciente de la habitación 707, cama 6- caminaron por el pasillo.
-nombre por favor- odiaba que denominaran a los pacientes con números.
-Tomoki Akagi, distress respiratorio.
Ordenó dar aviso al doctor, y acompañada de un auxiliar paramédico midiendo sus signos vitales en el monitor, se encargó de instalarle el oxígeno de emergencia.
Su ayudante informó los parámetros vitales, mientras ella terminaba de regular el flujo de oxígeno en la mascarilla. El joven lucía sudoroso. De sólo catorce años, había llegado hace un par de meses producto de un traumatismo cerebral en un accidente de de tránsito junto a su madre, ella murió, pero a él habían logrado estabilizarlo aunque seguía inconsciente desde entonces.
Cuando el médico llegó Anne ya tenía todo bajo control así que sólo firmó la orden de administración de algunos medicamentos y exámenes, retirándose complacido. Ella prefirió quedarse a su lado, junto al nuevo café llevado por una de las estudiantes. Por suerte el tictac del reloj y el caminar del personal afuera de la sala fueron los únicos sonidos audibles luego de ese repentino incidente.
Miró la hora en su celular, estaba extrañamente exhausta, incluso cuestionándose por no haber intercambiado su turno para quedarse una noche más en casa. Años atrás habría pensado lo contrario ¿Se estaría volviendo vieja? Esa horrorosa idea se mantuvo en su cabeza los siguientes minutos, de no ser por lo que estaba a punto de ocurrir, tal vez hubiesen sido más.
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Editado: 29.11.2024