Lilith y el misterio del príncipe heredero

1. El principio del fin.

El primer rayo de sol de la mañana se filtró entre las cortinas del enorme ventanal junto a la cama, iluminando suavemente la habitación de la princesa Lilith.

Afuera, los pájaros entonaban dulces melodías, anunciando el comienzo de un nuevo día. Lilith, envuelta en sus sábanas de seda verde, se removió ligeramente, buscando la mejor posición para seguir durmiendo. Sin embargo, el suave golpe de una puerta resonó en el aire, seguido por el sonido de un grupo de doncellas entrando en la alcoba.

Una de ellas, Isabela, se aproximó con cuidado, su rostro adornado con una sonrisa cálida.

—Buenos días, alteza. Es hora de levantarse —susurró con suavidad.

Lilith abrió los ojos lentamente, obligándolos a acostumbrarse a la luz que invadía la habitación. María y Carlota habían retirado las cortinas, permitiendo que los primeros destellos de la mañana iluminaran cada rincón. Con un suspiro, la princesa se incorporó y permitió que Isabela la ayudara a salir de la cama.

La rutina de Lilith siempre comenzaba con un baño de rosas y jazmín, seguido por su preparación para el día y el desayuno. Después de eso, su jornada podía variar: a veces tenía lecciones de historia y política, otras asistía a eventos organizados por la pequeña sociedad noble de Ardglass. Y en días como hoy, simplemente disponía de tiempo libre para dedicarse a sus propios intereses.

Después del baño, sus tres damas de compañía la peinaron y vistieron. Su cabello lucía semi recogido, con dos pequeñas trenzas a los lados del rostro unidas en la parte trasera, ocultas entre el resto de su melena suelta. El vestido que llevaba era una réplica exacta del favorito de su madre: blanco, de seda, ceñido al torso gracias al corsé, con mangas de corte de fuente y un medallón en el centro del pecho, grabado con el escudo de la familia imperial.

Lista para comenzar su día, salió de su alcoba y se dirigió al comedor.

Cuando Lilith se mudó a la villa imperial en Ardglass, solía tomar todas sus comidas en su habitación. Con el tiempo, estableció sus propias reglas y decidió que compartiría cada comida en el enorme comedor principal, acompañada por sus damas y los guardias que la protegían. No le gustaba comer sola, y por eso lo ordenó así.

Al entrar en el comedor, vio los siete platos perfectamente dispuestos sobre la mesa. Su asiento ocupaba la cabecera, y a su derecha había tres puestos, mientras que a su izquierda, otros tres.

Tomó asiento y, en sincronía, sus damas se sentaron a su lado, dejando vacío el puesto a su derecha. Los tres guardias del día ocuparon los asientos restantes.

Desde la cocina emergió Beatrice, su dama principal, seguida por un par de sirvientes que traían el desayuno ya preparado. Como era costumbre, Beatrice tomó su lugar a la derecha de Lilith, otorgándole a la princesa una inexplicable sensación de calma.

El desayuno transcurrió en silencio hasta que Beatrice rompió la quietud, consciente de que a Lilith le gustaban las conversaciones animadas durante las comidas.

—Escuché que la hija de los duques Fernwick se casó con un plebeyo y escapó del ducado —comentó con aire intrigante.

—¿Pero no estaba comprometida con el hijo mayor de los Lambert? —preguntó Carlota, interesada.

Así transcurrió la mañana, entre chismes de la aristocracia y aportes de quienes conocían más detalles sobre la historia. Lilith escuchaba con atención, aunque no participaba mucho en la conversación, salvo por algunas risas o comentarios ocasionales. Beatrice y María fueron las que llevaron el hilo del intercambio.

Después del desayuno, la princesa decidió ir al invernadero. Atravesó los enormes pasillos de la villa y el extenso jardín hasta llegar a la pequeña casa de cristal, rebosante de flores.

Al entrar, caminó directo hacia las sillas mecedoras que había ordenado colocar allí.

Sus damas cerraron la puerta y comenzaron a conversar sobre temas triviales, mientras Beatrice se acercaba con una taza de té de frutos rojos, el favorito de Lilith.

—Mandé a que lo prepararan para usted, alteza. La conozco tanto que supe que hoy querría pasar el día aquí —dijo con una sonrisa.

—Gracias, Beatrice —respondió la princesa, tomando la taza. Bebió un pequeño sorbo del líquido caliente y la dejó sobre la mesita a su lado.

Beatrice pareció dudar un instante antes de hablar, pero Lilith notó su incomodidad y se adelantó.

—Sé que quieres decirme algo, Beatrice. ¿Qué sucede? —Las palabras de la princesa llamaron la atención de sus damas de compañía, que se acercaron discretamente para escuchar mejor.

Beatrice respiró hondo antes de hablar.

—Sé que este tema no le agrada, alteza, pero... ¿por qué no regresa a Solmara? No puede pasar el resto de su vida aquí en Ardglass, como si fuera una exiliada o una criminal.

Lilith le dedicó una sonrisa serena antes de responder.

—No tengo nada que hacer en la capital, y lo sabes bien. Los nobles son insoportables, y no necesito el apoyo de esos aristócratas vanidosos. Mi hermano heredará la corona, él es quien debe ganárselos. Yo solo quiero disfrutar de una vida tranquila y cómoda.

María, incapaz de contenerse, intervino.

—Pero, alteza... ¿no considera siquiera la posibilidad de encontrar un esposo? Ha rechazado a todos los nobles que han intentado cortejarla. No puede mantenerse soltera por siempre. Si estuviera en la capital, podría encontrar un prospecto más acorde a su estatus.

Lilith suspiró, como si aquella conversación se repitiera con más frecuencia de la que desearía.

—Saben bien que no busco un esposo. Y si lo hiciera, ya tengo un prospecto. No olviden que Cedric y yo estamos comprometidos desde que nacimos.

María insistió.

—Pero Lord Cedric casi nunca viene a verla. Él reside en la capital. Si estuviera allá, sería más sencillo para ambos.

La princesa desvió la mirada, como si buscara paciencia en el reflejo de su té.



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En el texto hay: asesinato, romance, magia

Editado: 23.04.2025

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