La luz de las velas crepitaba en la gran sala de reuniones del Palacio de Solmara. La emperatriz Nevalie, envuelta en sus lujosos ropajes de terciopelo oscuro, observaba con mirada calculadora a su hijo Isahia y al Conde Varen Westhorne, un hombre de ademanes sigilosos y voz persuasiva.
—Lilith jamás debe sentarse en el trono —susurró Nevalie, su tono grave, cargado de decisión.
Isahia tensó la mandíbula, su frustración latente. Lilith no solo era su hermanastra, sino también la primogénita del emperador Calix y su primera esposa, la difunta emperatriz Astaria, y aunque antes que Lilith, había estado Aaron, el verdadero heredero. Su muerte había cambiado el rumbo de la sucesión, pero no el favoritismo de Calix.
Desde siempre, Lilith había sido su hija favorita. No solo por su inteligencia o su carácter decidido, sino porque cada vez que la miraba, veía el reflejo de Astaria. Los mismos ojos verdes esmeralda que brillaban con una intensidad hipnótica, el mismo cabello negro largo y lacio que caía como una cortina de seda, la misma piel pálida que evocaba un aura casi etérea. Para Calix, Lilith no era solo su hija, era la viva imagen de su gran amor perdido, la sombra renacida de la emperatriz que nunca pudo olvidar.
Y ahora, con la muerte de Aaron, la tragedia solo le había dado más razones para protegerla, para asegurarse que nadie pudiera arrebatarle a su hija, y que ella pudiera tomar el lugar que Calix consideraba suyo por derecho.
—Debemos actuar con rapidez, madre —respondió Isahia con voz tensa—. Cada día que pasa, padre le da más poder, más influencia. Si esto continúa, pronto los nobles la verán como la única opción.
Varen Westhorne dejó su copa de vino sobre la mesa con un sonido seco, como si subrayara la urgencia del asunto.
—Hay maneras de desacreditarla... rumores, accidentes fortuitos. Todo debe parecer obra del destino, no de nuestras manos —dijo, dejando caer sus palabras como veneno en la habitación.
Nevalie esbozó una sonrisa fría. Lilith podía haber sido la hija adorada de Calix, podía cargar con la sombra de un hermano muerto, pero en el juego del poder, la sangre y el amor de un padre eran solo herramientas. Y ella estaba decidida a asegurarse de que su hijo heredara lo que le correspondía.
Varen apoyó los codos sobre la mesa, inclinándose con un aire conspirador.
—Sin embargo, hay otra vía más efectiva que los rumores. Lilith es fuerte, demasiado para caer con meras palabras envenenadas. Lo que necesitamos es control. Vigilancia.
Nevalie arqueó una ceja.
—¿Control, dices?
—Mi hijo —continuó Varen con una sonrisa calculadora—, es leal, disciplinado y sabe cómo moverse entre las sombras. Si logramos posicionarlo como comandante de los nuevos guardias de la princesa, podrá seguir cada uno de sus movimientos.
Isahia entrecerró los ojos.
—Padre jamás permitiría que un desconocido estuviera tan cerca de ella.
Varen agitó una mano con indiferencia.
—Eso es lo que hace que esto funcione. Nos aseguraremos de que parezca que fue una elección de Calix. Que él mismo crea que está protegiendo a su preciada hija al asignarle a mi hijo como su guardia. Con el tiempo, el joven ganará su confianza y, cuando el momento sea el adecuado, podremos actuar.
Nevalie entrecerró los ojos, evaluando la propuesta. Luego, esbozó una sonrisa satisfecha.
—Hazlo.
Varen inclinó la cabeza en señal de respeto, pero en su mirada brillaba la ambición. A diferencia de Isahia, su motivación iba más allá de la lealtad a la emperatriz. Si aseguraba que su hijo se posicionara como una figura clave en el palacio, entonces no solo Isahia heredaría el trono, sino que la influencia de la Casa Westhorne crecería exponencialmente. Más tierras, más poder, más control. Y si jugaba bien sus cartas, Beaufort no solo sería un espía. Sería imprescindible.
La conspiración estaba en marcha. Lilith no lo sabía aún, pero su propio círculo de protección estaba destinado a volverse su prisión.
El denso follaje de los bosques que rodeaban Solmara se alzaba majestuoso, como un muro natural que resguardaba el imperio de ojos indiscretos. La caravana avanzaba por el camino adoquinado, donde la luz del atardecer se filtraba entre las copas de los árboles, pintando de dorado la piedra y las carrozas.
Desde su caballo, Cedric observaba el horizonte. Pronto, más allá de la arboleda, la grandeza de Solmara se desplegaría ante ellos: calles bulliciosas, imponentes mansiones y edificios que hablaban de siglos de historia, con el palacio imperial como el corazón latente del imperio.
Se volvió hacia Lilith con expresión seria.
—Viajarás sola en el carruaje desde aquí —dijo, su voz firme pero cargada de algo más, una preocupación silenciosa—. Yo cabalgaré junto a los guardias para escoltarte hasta el palacio.
Lilith frunció el ceño, sintiendo la tensión en el aire.
—¿Temes algo? —preguntó con calma, pero en su mirada había un brillo inquisitivo.
Cedric ajustó las riendas de su caballo antes de responder.
—Prefiero asegurarme de que llegues sin contratiempos. Al cruzar la frontera, todo cambia.
Sin más, le tendió la mano para ayudarla a subir al carruaje. Desde la ventanilla, Lilith observó cómo el bosque daba paso al esplendor de Solmara. Sus murallas se alzaban imponentes, el brillo de los techos y las ventanas reflejaba los últimos vestigios del día. La capital era un mundo nuevo, un terreno donde el destino ya había comenzado a jugar sus cartas.
Pero ¿qué les aguardaba en el palacio imperial?
Las calles de Solmara eran un espectáculo de vida y color. A medida que la caravana avanzaba por la avenida principal, la ciudad parecía despertar en un júbilo vibrante. Los ciudadanos se agrupaban a lo largo del camino, inclinándose con respeto o vitoreando con entusiasmo. Desde los balcones adornados con telas doradas, los niños agitaban pañuelos, sus risas mezclándose con el estruendo festivo de los comerciantes y músicos callejeros.